Fácil reconocerlos: engreídos, arrogantes, envanecidos, vanidosos, encumbrados, intocables, ensoberbecidos, inmaculados, ajenos e insensibles a las necesidades, peligros e incertidumbres de los simples mortales...
Se mueven por la vida con aires de Zeus, beneficios de Atenea, poses de Hares, caprichos de Artemisa, arbitrariedades de Poseidón, lujos de Afrodita, remuneraciones de Hermes, reacciones de Hera, gustos de Hefesto, pluses de Hestia, prepotencia de Deméter y privilegios de Apolo.
Cuando se reúnen o sesionan no se ven a sí mismos congregados en un salón o un despacho terrenal, sino en las mansiones de cristal ubicadas en la cúspide del monte Olimpo, según la mitología griega.
Nada ni nadie está sobre ellos. Se autogobiernan.
Les gusta el sabor del poder. El manjar de ser juez y parte. Cocinar, sazonar y servir en beneficio propio.
Se sienten por encima del bien y el mal. Y del bien común.
No se dejan influenciar por nadie. Totalmente independientes.
¿Crisis? ¿Cuál crisis?
Ignoran el significado de la palabra crisis. Son inmunes a las ruinas, recesiones y depresiones propias de los humanos, en especial los de la clase media.
Vocablos como déficit, faltante, escasez, carencia, deuda e impago no existen en su vocabulario. Para ellos siempre hay, ¡tiene que haber!. A manos llenas. De sobra. No hay que culparlos por esto; ellos, simple y sencillamente, crecieron en un ambiente de jauja, de recursos ilimitados.
Tampoco conocen conceptos como devaluación, tasas de interés al alza, deudores en dólares, desempleo, recortes en inversión social. Los dioses no pierden el tiempo con temas tan prosaicos.
Su divinidad los exime de ser ejemplo de sacrificio, modelo de solidaridad, prototipo de austeridad, paradigma de altruismo, arquetipo de abnegación.
Estos inquilinos de las alturas, habitantes de las altas esferas, no tienen porqué preocuparse por esas pequeñeces llamadas admiración, respeto, credibilidad, estima, señorío, elegancia, clase, distinción, honor, dignidad.
Claro, todo esto no quita que la corte de Zeus ponga las barbas en remojo pues tarde o temprano podrían correr —para infortunio del país, la democracia y la institucionalidad— la misma suerte de los residentes del Olimpo: pasar de ser dioses a convertirse en simples seres mitológicos, imaginarios, quiméricos.
¿Qué les cuesta, por el bien de todos, descender de las nubes y poner los pies sobre la tierra?
Después de todo, en esta hora Costa Rica está muchísimo más necesitada y urgida de autoridades que den el ejemplo, que de dioses mezquinos y egoístas.
Más valen mortales visionarios que dioses miopes.