Para responder a la pregunta que lleva como título este artículo, recurriré al gran libro de Viktor Frankl: El hombre en busca del sentido (del COVID-19).
El COVID-19, como todo acontecimiento relevante, tiene un componente objetivo (el hecho mismo) y uno subjetivo (que depende de nuestra interpretación).
El componente objetivo es que la pandemia nos tiene atemorizados, angustiados e irascibles; amenaza con arrasar a su paso miles de vidas, empleos, empresas y con alterar la estabilidad social a la que nos habíamos acostumbrado en la hoy lejana “antigua normalidad”.
LEA MÁS: Financial Times destacó a Ipade Business School como mejor centro de estudios en América Latina
Un cisne negro
Para lo joven de la pandemia, los expertos en medicina, economía, filosofía y sociología han especulado suficiente —contradiciéndose entre sí— respecto a su origen, estado y consecuencias.
La realidad es que al ser el COVID-19 una situación sin precedente, me parece que las especulaciones y tempranas conclusiones no arrojan luz suficiente para su adecuada interpretación, por lo que no nos queda más remedio que aventurarnos a dar respuestas individuales ante este dilema.
Podríamos decir que estamos frente a un cisne negro —como lo relata el científico y matemático— Nassim Nicholas Taleb, en su libro The Black Swan: El impacto de lo altamente improbable, en el que argumenta que ante los eventos improbables de gran magnitud que transforman al mundo, nos cegamos y optamos por abordarlos con soluciones simplistas.
El componente subjetivo —que incide en mayor medida en nuestras vidas—, tiene que ver con las respuestas individuales que demos a los dilemas particulares que irremediablemente vamos a enfrentar, de ahí la importancia de descifrar lo que hemos aprendido de esta situación.
Me gustaría poner las cosas en contexto y analizar el COVID-19 como lo hizo C.S. Lewis en una presentación en Oxford en 1939, al referirse a la guerra. Según Lewis “La guerra no crea en absoluto una nueva situación, simplemente agrava la situación permanente de vulnerabilidad de la humanidad y nos la presenta de una forma en que ya no es fácil ignorarla. La vida humana siempre se ha vivido al borde del precipicio”.
A pesar de haber tenido durante generaciones un falso sentido de seguridad, la historia nos recuerda que siempre hemos vivido a la sombra de la tragedia y la muerte. La vida es un riesgo y, nos guste o no reconocerlo, somos vulnerables y mortales. Con COVID-19 o sin el, podemos perder la salud o la vida en cualquier momento.
“Hoy respiramos y mañana dejamos de respirar”, nos canta Serrat en una de sus grandes canciones, por lo que nunca ha sido una buena apuesta el posponer la realización de nuestros proyectos personales por sabernos finitos.
Parafraseando nuevamente a C. S. Lewis: “Si los hombres hubiésemos pospuesto la búsqueda de conocimiento y belleza hasta que estuviéramos seguros, esa búsqueda nunca hubiese iniciado”.
Ante el COVID-19 —como ante la vida— no creo que exista una respuesta universal, cada uno tendrá que aventurarse a escudriñar en su interior para llevar al plano consciente sus cavilaciones y aprendizajes. Y lo digo porque ha habido tantos tipos de pandemia, como los hay de personas, circunstancias, personalidades y opiniones.
Y si de compartir aprendizajes se trata, me permito compartir algunos de los míos, esperando que al menos algunos resuenen en ti.
LEA MÁS: Crisis personales en niveles directivos
Reaprendizaje de lo esencial
Mi primer aprendizaje ha sido el concentrarme en lo que sí puedo hacer, sin distraerme en tantas variables que no dependen de mí y que me roban la paz; a instalarme en el presente con toda su intensidad y hacer vida ese “hic et nunc” —aquí y ahora— que tan bien se refleja en las palabras de san José María Escrivá de “Haz lo que debes y está en lo que haces”.
Aprendí que la curva de contagios no se aplana, mientras siga apuntando trágicamente hacia arriba. Que el COVID-19 puede ser asintomático pero que síntomas como la inquietud, la angustia y el miedo, se reflejan en la mirada y el comportamiento de la persona, y que sus efectos pueden durar mucho más que la pandemia misma.
Aprendí a hacer las paces con la incertidumbre y a renunciar a la ilusa aspiración de tener todo bajo control. A promover una sana despreocupación por lo que no depende de mí y a abandonarme en manos de la omnipotencia de la oración.
A gestionar el miedo normal que genera la incertidumbre y reconocer de manera objetiva y madura los sentimientos de angustia y ansiedad, sin que alteren un —de por si— frágil estado de ánimo que tiende de forma natural al pesimismo.
A desconectarme del trabajo y conectarme con la familia al cambiar de la sala al comedor, y valorar el ingrediente del buen humor y el arte de lanzar una broma que desinfle la tensión normal de una convivencia familiar intensa.
El mundo allá afuera
A la generación de los boomers nos ha estado rondando la idea de hablarnos de tú con la tecnología. Las plataformas de comunicación se han convertido en artículos de primera necesidad.
Expuesto a diario a plataformas como Zoom, Microsoft Teams, Cisco Webex, he aprendido a apagar el micrófono cuando ladran los perros y la cámara para no delatar los shorts debajo de la camisa de cuello.
A peinarme frente a la pantalla antes —y no después— de haber oprimido el botón de join meeting. A invertir horas frente a la pantalla transmitiendo motivación y tranquilidad a mi equipo de trabajo; en la comunicación frecuente y abierta compartiendo los análisis y decisiones que se toman en el war room (comité de crisis).
He aprendido a ajustar el plan estratégico y los indicadores de la empresa, para combinar el “market share, growing rate y profitability”, con indicadores como responsabilidad social, solidaridad y caridad, para no dejar a nadie atrás y tomar decisiones que privilegien la liquidez y la viabilidad financiera.
A dejar a los médicos la interpretación de la pandemia, riesgos de contagio, generación de anticuerpos y seleccionar solo la información que me permita tomar decisiones sustentadas y no distraerme con lo demás; y a los financieros y economistas las predicciones de los mercados y tipos de cambio para ser prudentes en un entorno de tanta volatilidad.
He aprendido a incrementar las medidas de ciberseguridad y a valorar el trabajo de los equipos de Tecnologías de la Información, que han hecho magia para permitirnos trabajar remotamente, y ante esto, dejar de preguntarme como viaja la voz y la imagen a través de dispositivos inalámbricos.
A entender que en seis horas de trabajo ordenado e intenso (y en pantuflas), se puede lograr más que en 10 horas de una jornada “normal” que incluye traslados, trafico, vestimenta formal, conversaciones de pasillo, interrupciones y distracciones innecesarias. ¡Y que siempre hay tiempo para hacer ejercicio, meditar, orar, conversar y hacer sobremesa a media semana!
He aprendido a mirar fijamente la pantalla e intentar descifrar las miradas y expresiones faciales de las personas que desfilan cuadriculadas en videoconferencias interminables; a limitar el flujo de los tintos, rosados y blancos que —sin importar el día de la semana—, han estado presentes en casi todas las comidas; y finalmente, estoy convencido de que usar corbata es un suplicio innecesario.
LEA MÁS: ¿Listos para el 2021? Aprovechemos las lecciones del 2020
¿Qué quedará de la crisis?
Tal como la pandemia, la nueva normalidad sigue siendo un enigma. Cambiarán las medidas de higiene y el distanciamiento físico en el que interactuemos con los demás, pero nosotros, ¿seremos capaces de romper con los malos hábitos que tenemos décadas alimentando?
Por lo pronto, no dejo de notar que en estos días he aprendido que hacer un alto si es posible. Un alto total, absoluto que nos permita enfrentarnos con nosotros mismos y con nuestros dragones de dudas existenciales.
Este encierro nos ha proporcionado el tiempo para atender los eternamente pospuestos asuntos personales como testamentos, inversiones, planeación patrimonial, estructuras legales. Asimismo, me he dado cuenta de que en las grandes ciudades también se pueden apreciar atardeceres rosados, lunas majestuosas y el canto mañanero de cientos de aves.
¿Será que el COVID-19 —principal promotor del trabajo remoto— nos empujará a vivir en los suburbios o —mejor aún— en el campo, montañas y playas? Que la lucha contra el pesimismo y fatalismo es crucial para no perder la paz interior. Y que el estilo y ritmo de trabajo de la cuarentena es no solo factible, sino deseable para compaginar la acción y la contemplación.
Será que todo esto nos ha enseñado a poder apreciar el verde de la naturaleza y los árboles de la cañada que puedo mirar desde mi confinada ventana. ¿A quién le pertenecen me pregunto?
A respetar —aún sin comprender— las distintas formas en que personas y familias deciden vivir su cuarentena, algunas con medidas de higiene comparables a las de un quirófano y otras cuyo comportamiento puede parecerme irresponsable.
A entender que podemos ser instrumentos de paz y que nuestra actitud ante el COVID-19 incide en nuestro entorno ya sea promoviendo la serenidad o la tensión del ambiente.
A entender nuestra pequeñez y abandonarnos en las manos providentes de Dios, entendiendo que todo lo que permite es para nuestro mayor bien.
Independientemente de los aprendizajes individuales, me parece que no puede pasar la coyuntura histórica del COVID-19 en nuestra época, sin que descubramos a fondo —como dice Viktor Frankl— el sentido que esta ha tenido en nuestra vida. La respuesta es tan personal, única e irrepetible como tú mismo.
En palabras del propio Frankl: “Cuando la situación es buena, disfrútala. Cuando es mala, transfórmala y cuando la situación no puede ser transformada, transfórmate”.
Nosotros, al final de todo esto… ¿Habremos aprendido a transformarnos?