El sábado me tocó ir un momento al supermercado y, como tenía que hacer otros dos mandados a la hora del almuerzo, elegí ir al mall.
En un solo viaje y en menos de una hora podía hacer las tres cosas en una especie de carrera contrarreloj, pues como es fin de semana de guardia había que regresar para entregar la nota de certificaciones y seguir trabajando.
El Uber me dejó a tiempo para mi cita en la barbería, pues ahora todo es por citas. En un dos por tres me raparon la mata de cabellera que ya andaba y me lavaron la cabeza. De seguido, a comer algo. Y de inmediato al supermercado.
En el supermercado nada más tenía que comprar tres cosas para el día, pues la compra de la semana la hago el domingo por Internet.
Cuando ya se conoce el supermercado, y la distribución que tienen, es fácil encontrar lo que se va a comprar. Lo único que hay que hacer con cuidado es fijarse en la fecha de vencimiento, especialmente en productos perecederos.
Fue tan rápido, que me di vuelta por otro pasillo. Pero mejor me alejé y me fui a las cajas. No fuera que se me ocurriera comprar algo que “necesito, pero que no lo sabía”. Las cajas estaban a la vuelta.
Me detuve antes de hacer fila en alguna, pensando si me decidía a hacer el pago en las “cajas automáticas”, donde uno es quien pasa los productos por el escáner, se cobra y empaca. Desde ahí podía ver cómo estaban las cajas con cajeros humanos.
Primero, como es usual en las horas pico y no pico, no todas las cajas están habilitadas. Hay supermercados donde se tienen diez cajas y menos de la mitad están operando. “Abiertas”, dice uno. Parecen bancos.
En este supermercado eran pocas las cajas, la mitad no funcionaba y había fila en las que estaban abiertas. Yo solo llevaba tres productos y toda la prisa del mundo.
Como el apocalipsis está cerca (está visto que no llegamos a reducir la temperatura del planeta Tierra a lo que se requiere), hay prisa. El cálculo de costo beneficio de hacer la fila en una de esas cajas me dio negativo. Además, recordé la experiencia unas semanas atrás.
Aquella vez también iba con pocos productos y elegí una caja donde daba la impresión que todo funcionaba a la maravilla. La persona que estaba en la caja atendía con rapidez y los clientes entraban y salían con igual ritmo. Además, colaboraban.
Quienes iban adelante colocaban rápido los productos que llevaban y también empacaban en sus propias bolsas reutilizables. Pero, siempre lo hay, me tocó la excepción.
Exactamente la señora que iba delante mío había elegido un vaso que lleva una tapa y una pajilla reutilizable. ¿Cuál fue el problema?
Que el vaso que eligió no tenía la pajilla. El cajero llamó a alguien que le ayudara a ir al pasillo respectivo, ubicara el producto y trajera uno completo.
Solo que no apareció el empleado que hace esa labor. Estaba en hora de almuerzo o andaba en algo más.
En un dos por tres el cajero decidió ir él mismo a buscar el vaso con pajilla y con tapa. No lo pensó mucho, viendo que ya la fila se le estaba haciendo grande. Al rato, regresó.
“No hay otro vaso igual”, le dijo a la cliente.
“Sí, solo ese estaba”, dijo la señora, que también miraba hacia la fila creciente. “Me lo puedo llevar así”.
“Voy a ver si le consigo uno parecido”, dijo el cajero. Sin esperar respuesta desapareció por donde vino.
Algunas de las personas que habían llegado a la fila de últimos empezaron a ver que en aquella caja pasaba algo y se iban a otras filas y cajas. Los que nos quedamos, apostamos a que se resolviera pronto el lío de la pajilla. Miramos a las otras cajas.
A esa altura todos las filas habían cambiado y no quedaba ninguno de los clientes que había visto antes. Y el cajero no aparecía.
Esperamos. Son de esas esperas que suenan, huelen y se sienten como siglos. Al fin apareció el cajero.
“No, señora. Lo siento. No hay otro vaso”, dijo el cajero apenas llegó a su puesto.
“Yo le dije”, se defendió la señora.
“¿Se lo quiere llevar así?”
“Sí, si no hay problema”, respondió la señora.
Creo que el cajero le explicó ahí algo del precio que tenía que cobrarle, solo que no lo oí o no lo recuerdo y mejor no bateo. El asunto es que escaneó el producto y cobró.
“¿Quiere que se lo empaque para que no le pase nada?”, preguntó el cajero.
Seguramente la señora respondió. Lo habrá hecho con una voz tan bajita que solo el cajero la escuchó.
Al segundo siguiente, el cajero salió otra vez. Unos minutos después regresó con papel de periódicos viejos.
Cuando me preguntó si había encontrado todo lo que buscaba le respondí que sí, no fuera a ser que me interrogara para ver que no había hallado y se fuera disparado a buscarlo. Así que al fín salí de ahí.
Esa experiencia de hace unas semanas me dejó pensando esta vez, con la mitad de las cajas funcionando y las filas que se alargaban en días de compras tras el pago de la quincena. Decidí aventurarme al cajero automático.
En este supermercado tienen colocados cuatro de esos equipos. El espacio no es mucho, pero es suficiente. Delante mío había una señora que pasó apenas se desocupó una de las máquinas. Al momento ocurrió lo mismo con otra y me tocó el turno.
“Pase”, me dijo la señora, que seguro me vio titubeando pues yo todavía calculaba si ir a las otras cajas o pagar y empacar ahí. Me decidí.
Ya colocado ante la máquina hice el escaneo de los tres productos. Fue demasiado sencillo.
En la pantalla pulsé pagar, pasé el celular frente al datáfono y la aplicación de Apple Pay me pidió la huella digital.
“Espere un momento”, leí en la pantalla del datáfono y al instante apareció un “compra aceptada”.
¿Eso fue todo?
La muchacha que ayuda a los clientes en esta área me miró y no supo qué decir, pues no sabía si yo le estaba preguntando o qué. Finalmente, cumplí un último paso.
Nada más me fijé que en la pantalla la operación estuviera cerrada, como siempre lo hago cuando voy a un cajero automático de un banco. Salí, abrí la app de Uber y en menos de cinco minutos estaba de regreso a la casa.
Me trajo otra conductora. Estábamos conversando sobre el tránsito cuando la llamaron de su casa. Apenas terminaba mi viaje, ella se iba por la hija para llevarla a una actividad.
No sé porqué hay gente que —usando power point y computadoras, proyector y pantallas, micrófonos y sistema de audio— andan de predicadores contra la tecnología. Tendrán su audiencia y ganan plata con la gente que les cree. Por supuesto, todo tiene cara y cruz.
Yo me fijo más en el lado positivo: como en la barbería para hacer la cita y me atiendan puntualmente, en los Uber para transportarme, y en el supermercado para el autoservicio o para hacer el pedido por Internet. La lista sigue.
Y, por supuesto, todo depende de cómo aprovechemos la tecnología. ¿Verdad señor Elon Musk?