El detonante de todo cambio organizacional es la insatisfacción.
Difícilmente las personas emprenderán una transformación si no existe una disconformidad significativa hacia lo que conocemos como el status quo.
Esa insatisfacción se refleja mejor cuando la confianza en quienes lideran empieza a desdibujarse, y permea a toda la organización, hasta que todos los que la conforman llegan a desconfiar incluso de sí mismos.
En términos globales, sucede cuando la desesperanza, más aún, la desesperación, se apodera de la organización. Es entonces cuando reclaman —de forma sutil o también abierta— un cambio radical, un cambio de dirección. La única forma de lograrlo es cambiar aspectos estructurales, y eso solo lo puede conseguir alguien con poder e influencia: el líder de la organización. Explicado en términos jerárquicos, no basta que unas cuantas personas provoquen cambios desde la base de la pirámide: es imprescindible que se haga desde la cúpula, para poder destinar recursos, reformular la estrategia, establecer nuevas oportunidades, y desarrollar tácticas de cambio.
Como afirmaba Dostoievski: “el hombre se complace en enumerar sus pesares, pero no enumera sus alegrías”. El cambio demanda grandes esfuerzos, tanto físicos como intelectuales, pero a su vez trae grandes recompensas. Si distinguimos el cambio reactivo del proactivo, es más fácil que la transformación germine cuando hay ocasiones de crisis organizacional, porque el sentido de urgencia es inminente.
Lo vivido en la pandemia es un ejemplo muy claro de esto. Numerosas organizaciones tenían pendiente la asignatura de la transformación digital. No obstante, la llegada del covid-19 les exigió hacer ese cambio de forma inmediata, o bien desaparecer del mercado. En contraste, si los desafíos del entorno se modifican, pero la organización no ha atravesado momentos de crisis, será más difícil convencer a una masa crítica de individuos para que cambien sus valores, actitudes y creencias; en otras palabras: que decidan modificar la cultura organizacional. La única forma de detonar el cambio es sacando a las personas de su zona de confort.
El momentum del cambio
La labor de quien lidera una transformación organizacional será más llevadera en momentos de crisis, que en momentos de bonanza.
Berel define liderazgo como la capacidad de visualizar escenarios que no existen. En consecuencia, quien lidera un cambio en ausencia de una crisis, tendrá que hacer un esfuerzo importante para desarrollar y comunicar su visión. Es usual que este tipo de transformaciones no sean fáciles de explicar. En efecto, muchos agentes de cambio —si no la mayoría—, comienzan estos procesos sin una declaración clara de su visión. Por ello, Lewin recomienda tener claras las tres fases básicas del cambio: primero, descongelar o crear la motivación para cambiar; segundo, cambiar o desarrollar nuevas actitudes y aproximaciones cognitivas; y tercero, volver a congelar o estabilizar los cambios.
Lo anterior también se pude explicar en tres fases. La fase de movilización, que es cuando el líder del cambio defiende la iniciativa de transformación, y desarrolla las capacidades organizacionales para lograrlo.
La fase de movimiento, que consiste en continuar generando impulsos para la transformación, compromiso con la nueva visión, y cohesión organizacional.
Finalmente, la fase de sostenimiento, durante la cual el cambio se institucionaliza mediante la introducción de políticas, sistemas y estructuras formales que refuerzan la nueva estrategia. Una forma más conocida puede encontrarse en los ocho pasos de Kotter, que constituyen una excelente ruta para liderar el cambio: Establecer un sentido de urgencia, construir una coalición, crear una visión, comunicar esa visión, facultar a otros para que actúen, planificar y crear triunfos a corto plazo, consolidar procesos para generar más cambios, e institucionalizar los nuevos enfoques.
El autor es asesor de empresas, especialista en Gobierno y Cultura de las Organizaciones y profesor de la Escuela de Negocios de la UCR.