En una clase de maestría en negocios me referí a los típicos filántropos millonarios que, luego de conquistar el éxito empresarial, deciden destinar parte de su fortuna a causas nobles: arte, educación, pobreza. De inmediato, un estudiante ya curtido dijo “no estoy de acuerdo con esa definición de filantropía”. Para él cualquier persona podía ser un filántropo, hacer el bien, dedicar parte de su tiempo y dinero a causas sociales, sin necesidad de amasar una fortuna. Me pareció tan preciso, que me propuse escribir sobre este tema.
La palabra filantropía proviene del griego, y significa amor a la humanidad. La componen “philos”, que significa amigo o amante; y “anthrópos”, que significa hombre o ser humano. Por tanto, en sentido estricto, cualquier persona que ame a la humanidad es un filántropo. Ahora bien, eso que en la teoría se resume fácilmente, en la práctica no es tan sencillo, porque el amor es virtud en cuanto se ejercita habitualmente hacia alguien o algo: amar a la humanidad como un todo es muy abstracto y difuso. Así, la filantropía se convierte en una conducta virtuosa cuando pasa del humanismo genérico, al amor hacia un ser humano específico; de lo contrario, ese amor sería algo etéreo. A buen decir de Mafalda: “A fin de cuentas, la humanidad no es nada más que un sándwich de carne entre el cielo y la tierra”.
A lo largo de los últimos años han surgido numerosas maneras de concretar la responsabilidad social en la estrategia de las empresas (RSE): triple utilidad, valor compartido, recientemente la economía circular, entre otros. El altruismo añade una restricción a la RSE: una empresa por su naturaleza jurídica es incapaz de amar; por ende, el altruismo es un comportamiento propio de las personas. En ese sentido, caben conductas de toda índole, desde mecenas del arte hasta el voluntariado. Por ejemplo, para Bernardo Kliksberg el voluntariado mueve millones de dólares al año mediante la producción de bienes y servicios, la construcción de capital social, la cooperación con el Estado, el compromiso ético y la participación ciudadana.
Altruismo. Es difícil hablar de filantropía sin referirse al altruismo. Su origen latino está compuesto por “alter”, que significa otro; más el sufijo “ismo” que se refiere a un tipo de simpatía. Así, altruismo es un tipo de simpatía hacia los otros, “una tendencia a procurar el bien de las personas de manera desinteresada, incluso a costa del bien propio” (Drae). De forma que altruismo y filantropía son antónimos del egoísmo y del amor propio, puesto que implican salir de sí mismo para darse a los demás. Aunque a decir del filósofo Josep Pieper, no media un abismo entre el amor propio y el amor desprendido, sino que más bien “puede ser a veces casi imposible decir dónde termina la exigencia de la felicidad propia y dónde empieza la alegría desinteresada por la felicidad del otro”.
En resumen, además de las cuestiones etimológicas, es válido afirmar que todos podemos amar a los demás, lo cual exige un cierto olvido de nosotros mismos. En la oficina, en la casa, en el barrio, y en cualquier contexto se puede actuar desinteresadamente de manera habitual, y ser felices filántropos, exitosos altruistas. Como continúa Pieper, “puede darse amor sin dolor y sin amargura; en cambio, no puede darse amor sin alegría”; más aún, “hasta el amante desgraciado es más feliz que el que no puede amar”. Es decir, cualquier postura egoísta en la vida es más triste que sacrificarnos por los demás.
Roy es doctor en Gobierno y Cultura de las Organizaciones. Es asesor en procesos de capacitación corporativa, para áreas como negociación, ética, trabajo en equipo, estrategia e innovación. Es profesor de la Escuela de Negocios de la UCR y autor del libro "Integridad 24/7: ¿cómo liderar siempre?”.
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