Churchill desayunaba whisky —hasta un cuarto de botella al día—, mientras que fumaba puro y trabajaba toda la mañana desde su cama, sin bañarse. A pesar de sus peculiares vicios, fue uno de los mandatarios más influyentes en la historia del siglo XIX. La biografía del entonces premio nobel de literatura nos sitúa frente a una de las paradojas que enfrentamos hoy como país: los vicios y las virtudes de un presidente.
Aunque es un escenario poco deseable, es una realidad: la corrupción permea a los partidos políticos, y sus candidatos presidenciales no son la excepción. Resulta desafiante decidir quién va a ser el representante de nuestro país, porque los actuales candidatos han sido cuestionados por faltas de corrupción. Todo esto va en contra ciertos paradigmas de liderazgo, porque asumen que un líder debe ser coherente, y obrar rectamente, ser honesto, no un oportunista, y que no varíe su discurso dependiendo de las circunstancias.
Más aún, una de las reglas de oro de la ética es evitar que nuestras acciones sean ocasión de escándalo o confusión, sobre todo si se ostentan cargos públicos. El mal ejemplo —como hemos vivido en los recientes casos de corrupción—, genera un efecto dominó sobre los valores de las personas, especialmente en quienes intervienen en las líneas de mando, pero también en quienes no poseen suficiente criterio para juzgar sobre la moralidad de actos complejos.
Autocrítica del electorado
No obstante, existe una doble moral en los ciudadanos costarricenses, que se vio reflejada en las votaciones pasadas. Pese a ser la elección en que mayor cantidad de candidatos presidenciales han existido, se escogieron aquellos más cuestionados éticamente. Esto implica que una parte importante de la población aprueba actos que objetivamente son desdeñables, como el acoso sexual, el soborno o la extorsión.
El voto refleja los valores de las personas que lo ejercen. De modo que en la ciudadanía costarricense late con fuerza una doble moral, así como una falta de autocrítica. Por un lado, se sancionan públicamente los actos de corrupción, pero se aprueban en secreto. De una parte, hay quejas por la falta de firmeza para juzgar a los corruptos, pero cuando corresponde juzgar a título personal, se actúa con la misma ambigüedad moral de quienes consienten la impunidad.
En otras palabras, la integridad que se ve en las urnas, no es otra cosa que una proyección de la ética ciudadana. Las fisuras estructurales que existen en el sistema público, no son más que una expresión de las grietas morales que subyacen en una parte importante de la población nacional. Ese es un porcentaje nada despreciable, que prefiere una dulce mentira, en lugar de una amarga verdad. O como dice el estribillo de la canción: “Mientes tan bien / que me sabe a verdad / todo lo que me das” (Sin Bandera).
Ética ciudadana
Nunca antes en la historia del país habían salido a la luz pública tantos casos de corrupción como en los últimos años. Más aún, los recientes escándalos tienen un agravante sobre los que se habían presentado décadas atrás. En un pasado los protagonistas fueron personas ubicadas en la más alta jerarquía del gobierno. Hoy, los ejecutores de esos escándalos están en todos los niveles de la jerarquía, incluyendo mandos medios y personal técnico. Además, se presenta un fenómeno que agrava su intensidad y extensión: la corrupción abarca tanto a instituciones públicas como privadas.
Eso confirma que una porción importante de la ciudadanía es cómplice de la problemática actual del país. Más aún, quienes decidieron no votar porque están desilusionados, decepcionados o defraudados de la democracia, olvidaron que la política trasciende a las instituciones públicas: también corresponde a las instituciones privadas, a los ciudadanos, a cada comunidad. En positivo, esto significa que la ciudadanía es responsable de la solución de los problemas del país.
Un ejemplo de esa ética ciudadana está escrita en la historia de Costa Rica. A finales del siglo XIX, muchos obreros y artesanos ayudaron a construir grandes edificaciones de lo que representa hoy el patrimonio nacional. La Biblioteca, el Museo y el Teatro Nacional, entre otras obras, dieron identidad a un país cuya idiosincrasia estaba aún en gestación. Aunque el gobierno apoyó con una inversión importante, obtenida parcialmente de impuestos especiales; mucha de la mano de obra que intervino provenía de sencillos jornaleros. Así fue como una obra civil unió a las élites culturales junto con ciudadanos “de a pie”, marcando un hito en el modo de vivir la democracia.
Reconstruir la confianza
Reconstruir la unidad de un país no solamente corresponde al mandatario, sino a las personas que le rodean. Algunos estudiosos de la ética coinciden en que la integridad no siempre es rentable, precisamente porque obrar rectamente implica en ocasiones renunciar a grandes beneficios económicos. No obstante, es opinión generalizada que la falta de ética, la corrupción al fin y al cabo, incrementa la desconfianza de las personas. Más aún, se dice que “la confianza es como el cristal”: difícil de forjar, fácil de romper, y muchas veces imposible de reparar.
Aunque levantar la confianza de una nación puede parecer una utopía política, hay casos que arrojan una luz de esperanza. Además de la gestión de la democracia mediante la creación de nuestro patrimonio histórico, hay otros casos que son referentes en la historia de la humanidad. Por ejemplo, “Team of Rivals” (en español, equipo de rivales) es el título de una de las biografías del Abraham Lincoln, el presidente más renombrado en la historia de Estados Unidos. Recordado por la abolición de la esclavitud, fue capaz de generar la confianza necesaria en medio del caos, para integrar un equipo de opositores que se enfocara en la reconstrucción política del país.
A pesar de su carácter conciliador y gran elocuencia, Lincoln fue incapaz de evitar una cruenta guerra civil que se extendió por cuatro años. No obstante, al final de su mandato consiguió una tregua. Desafortunadamente, cinco días después de alcanzar la paz nacional, Lincoln murió asesinado. Unir una nación requirió asumir grandes riesgos y defender las propias convicciones, hasta el ocaso del día. Sin embargo, Lincoln tampoco estaba exento de vicios personales, e incluso padecimientos psiquiátricos. Aún así, todavía hoy es considerado uno de los gobernantes más famosos de la historia. Al igual que Churchill, sus defectos no le impidieron liderar correctamente a una nación.
Como consigna Cervantes en el Quijote, “nunca segundas partes fueron buenas”. En la segunda ronda electoral habrá menos oportunidades para escoger, pero nos guste o no, en ella comenzaremos a escribir la historia de los próximos cuatro años. No votar sería lo mismo que quedarse de brazos cruzados, significaría renunciar al protagonismo en una decisión que comprometerá el futuro del país. Es momento de dejar de señalar culpables, es tiempo de mirarse en el espejo, para asumir la cuota de compromiso que implica ser hijo de una patria. Jorge Luis Borges puso en boca de “Funes, el memorioso”: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. Si tampoco somos capaces de olvidar los errores ajenos, al menos debemos visualizar su potencial para cambiar. No se trata de ocultar los defectos, sino de contar con ellos para elegir a quien pueda enfrentar los desafíos, a pesar de sus debilidades. Pasar de página y ver hacia el futuro que queremos, quizá nos facilite reconstruir nuestra confianza en quienes gobiernan: a actuar sin rencor, pero con responsabilidad.