“¡Qué difícil es ser el único que conoce la verdad!”, dice el personaje principal del cuento El sueño de un hombre ridículo, del autor ruso Fiódor Dostoyevski.
Se trata de un individuo que afirma sentir pena por las demás personas debido a que, de acuerdo con su opinión, viven en la ignorancia, en tanto que a él le pasa todo lo contrario.
Evoqué ese relato mientras leía el primer capítulo de un libro que me tiene atrapado: En defensa del error, de la periodista y escritora estadounidense Kathryn Schulz, y publicado por la editorial Siruela.
Aunque esta publicación es un ensayo sobre el arte de equivocarse, las primeras 19 páginas abordan un tema siempre actual: el enfermizo placer de tener razón.
Dicho de otras maneras, la obsesión por ser el dueño de la verdad, el vicio de creerse infalible, el afán de ser la voz autorizada y oficial para dictarle a los demás cómo deben vivir y pensar.
“Muchísimos vamos por la vida dando por supuesto que en lo esencial tenemos razón, siempre y acerca de todo: de nuestras convicciones políticas e intelectuales, de nuestras creencias religiosas y morales, de nuestra valoración de los demás, de nuestros recuerdos, de nuestra manera de entender lo que pasa. Si nos paramos a pensarlo, cualquiera diría que nuestra situación habitual es la de dar por sentado de manera inconsciente que estamos muy cerca de la omnisciencia”, manifiesta Schulz.
De acuerdo con esta escritora, vivimos en un mundo en el que sobreabundan las discusiones, debates y disputas cuyo único objetivo es demostrar quién está en lo correcto y quién está rotundamente equivocado.
Basta con darle un vistazo diario a las redes sociales para constatar lo que expresa esta periodista que en el 2012 obtuvo el premio National Book Critics Circle Nona Balakian Prize a la excelencia en crítica literaria.
Yo siempre tengo la razón...
Con suma frecuencia Facebook y Twitter se transforman en el foso de los leones o el estanque de cocodrilos en donde son destrozados y devorados todos aquellos que incurren en alguno de estos u otros “pecados” capitales: pensar diferente, abogar por determinadas causas, tener un estilo de vida no tradicional, profesar ciertas orientaciones políticas, económicas o sociales, defender sus creencias por más controversiales que sean, hacer de abogado del diablo, tener el valor de nadar contra corriente, apartarse de las versiones oficiales, no comulgar con algunos convencionalismos, cuestionar “mitos” costarricenses, levantar roncha, salirse del molde, dudar.
Un día sí y otro también las redes sociales se convierten en un ajedrez donde peones, torres, alfiles, caballos, reyes y reinas parecen olvidar la importancia, necesidad y riqueza de la diversidad de piezas en el siempre cambiante y múltiple tablero de la vida, y arremeten unos contra otros. Se pone en jaque al respeto, tolerancia, cortesía, educación, nobleza, decoro y sana y madura convivencia por el hecho de que incomodan las diferencias, discrepancias, que alguien ose contradecir.
Quien tenga la desfachatez de llevarme llevarme la contraria es un hereje, apóstata, blasfemo, sacrílego, impío, irreverente. ¡Merece ser quemado en la hoguera del juicio público!
“Solemos creer que la gente que no está de acuerdo con nosotros sí que está equivocada: quién escribió la Biblia, si es ético abortar, cuáles son los beneficios de las anchoas, si fuiste tú o fue tu novia quien dejó el portátil delante de la ventana antes de la tormenta”, ejemplifica Kathryn Schulz.
Nos comportamos como Fanfarrón, un personaje de la novela Gargantúa y Pantagruel, del humanista francés François Rabelais, quien daba rienda suelta a su carácter violento en cuanto le llevaban la contraria.
Ahora que lo pienso, el apellido de Fanfarrón bien podría ser Trump o Maduro.
Hace falta estimular en Costa Rica el arte de discutir y polemizar para aprender, ampliar el horizonte, enriquecer perspectivas, tratar de entender otros puntos de vista, sumar variables que no hemos incorporado a nuestra ecuación o descubrir y reconocer que estamos equivocados.
“La experiencia de tener razón es imperativa para nuestra supervivencia, gratificante para nuestro ego y, por encima de todo, una de las satisfacciones más baratas e intensas de la vida”, asegura Schulz, a quien hay que leer y luego pensar.