El sábado pasado visité a una de mis abuelas literarias, una lúcida anciana de 123 años que ya comenzó a abandonar la casa en la que ha vivido durante 103 años en el centro de San José.
Me dio nostalgia entrar en la morada en la que la conocí en 1972, ya canosa pero llena de vida, historias y proyectos, y ver que allí ya no están muchos de sus estantes repletos de libros.
Esos muebles, y sus inquilinos editoriales, se encuentran ahora en la vivienda aledaña que esta mujer adicta a las plumas fuente, el café y los artículos de oficina adquirió hace muchos años con el propósito de ampliar su residencia.
Allí vivirá esta abuela a partir del próximo 1° de octubre. Ya no entraré a su hogar por la Avenida Central, sino por la calle 3, exactamente al costado oeste del Edificio Omni.
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Me habría gustado sentarme a conversar con ella el sábado pasado, intercambiar anécdotas y desempolvar memorias de la capital por la que vio y escuchó circular el tranvía desde el 9 de abril de 1899 hasta el 1° de agosto de 1950.
Hubiera querido contarle algo de lo mucho que ha significado para este lector que un buen día decidió casarse con los libros hasta que la muerte nos separe.
Mi casa está llena de huellas de papel y tinta que esta anciana josefina ha impreso en el placentero camino de la literatura durante su largo caminar.
De la morada que está a punto de abandonar he salido en los últimos 31 años cargado con libros de Carlos Salazar Herrera, Julio Cortázar, Carlos Luis Fallas, Franz Kafka, Carmen Lyra, Svetlana Alexiévich, Yolanda Oreamuno, Octavio Paz, Fabián Dobles, Juan Rulfo, Joaquiín Gutiérrez, Eunice Odio, Virginia Woolf, Luisa González, Jorge Luis Borges, Adolfo Herrera García, Miguel de Cervantes, Julieta Pinto, William Shakespeare, Francisco Amighetti, Juan Ramón Jiménez, Rafael Ángel Herra, Fernando Pessoa, Carlos Cortés, John Steinbeck, Ana Istarú, Ernest Hemingway...
Sin embargo, el fin de semana me abstuve de abrirle la puerta a la tertulia pues tarde o temprano la abuela y yo íbamos a terminar leyendo algunas de las tristes páginas de la II Guerra Mundial, esa mancha en la historia de la Humanidad que tuvo dolorosas consecuencias para la vida de esta anciana editorial, fundada por el alemán Antonio Lehmann Merz.
“Aquí no ha pasado nada”
No voy a extenderme en detalles históricos ya conocidos, pero me siento obligado a sumarme a las diversas voces que han señalado las injusticias que se cometieron en la Costa Rica de las décadas de los treinta y cuarenta contra ciudadanos alemanes, italianos y japoneses.
Como se sabe, en 1941 nuestro país le declaró la guerra a Alemania, Italia y Japón, lo que llevó a cometer aquí actos arbitrarios en contra de extranjeros que no tenían ninguna culpa ni responsabilidad en los crímenes que cometían los gobiernos de sus naciones.
Fue así como muchas de sus propiedades fueron confiscadas, saqueadas y traspasadas a otros “propietarios”, incluyendo haciendas, residencias y edificios.
Además, a muchos foráneos radicados en nuestro país se les congelaron las cuentas bancarias y fueron detenidos y encerrados -sin que mediara un proceso legal justo- en un campo de internamiento que se ubicó en el oeste de la capital, y luego deportados a campos de concentración al sur de Texas, Estados Unidos.
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Luego, cuando retornaron a Costa Rica, muchos de ellos no pudieron recobrar lo que les pertenecía. Es lo que sucedió con el emblemático local de la Librería Lehmann, que a la vuelta de los años fue traspasado al Hogar de Ancianos Carlos María Ulloa, al cual la familia Lehmann ha tenido que pagarle desde entonces alquileres millonarios.
Parte de este lamentable episodio de la vida nacional fue retratado por el actual presidente de la República, Carlos Alvarado Quesada, en su novela Las posesiones, publicada por Uruk Editores S. A.
“Estamos en paz, porque estamos en paz con nuestra propia hipocresía”, dice uno de los personajes de esa obra.
¿Acaso no es una vergonzosa actitud hipócrita esa de mostrarnos ante el mundo como un país de paz cuando no hemos sido capaces de resarcir los perjuicios que se les causaron a muchas familias inocentes en la Costa Rica de ocho décadas atrás?
Es por eso, por la cómoda actitud del “aquí no ha pasado nada”, que esa lúcida y vigorosa abuela literaria de 123 años, llamada Librería Lehmann, se ve obligada a abandonar hoy la casa en la que ha vivido durante 103 años en el centro de San José.
La visita del sábado me produjo nostalgia; repasar esta historia me deja un amargo sabor en el paladar del derecho, la justicia y la honestidad.