En circunstancias normales, esta es una noticia que debería reconfortarnos y hasta alegrarnos. Las organizaciones religiosas son una parte fundamental del tejido social y están llamadas a jugar un papel protagónico en aliviar la pobreza y asistir a los más necesitados. Su carácter voluntario, la compenetración que tienen con las comunidades y el hecho de que sus ayudas se financian con recursos propios, hacen que sus intervenciones sociales tengan el potencial de ser más efectivas que las del propio Estado.
Sin embargo, estas no son circunstancias normales. Las iglesias evangélicas han decidido entrar de lleno en el ámbito de la política. A través de partidos abiertamente confesionales, buscan hacerse del poder para impulsar una agenda acorde con sus creencias. En otras palabras, quieren hacer uso del monopolio de la fuerza del Estado para imponer un programa religioso sobre los demás.
Es así como en los últimos meses hemos visto el uso descarado y totalmente inapropiado de la religión para jalar votos a un candidato presidencial –Fabricio Alvarado de Restauración Nacional–, algo que además se supone es prohibido por la Constitución. Lamentablemente al TSE se le ha imposibilitado hacer efectiva esta prohibición, puesto que para ello requeriría de poderes policiacos para controlar lo que se dice y hace en las 4.871 iglesias evangélicas a lo largo y ancho del país.
A esto ahora hay que sumarle un nuevo factor: el posible uso del asistencialismo de las iglesias evangélicas para arrimarle apoyos a un candidato presidencial. Si bien se trata de ayudas financiadas con contribuciones voluntarias, siempre hay algo reprehensible en el quid pro quo que supone dar alimentos, medicinas y materiales de construcción a cambio de votos.
Pero hay algo más inquietante aún: estas organizaciones religiosas no creen en la separación de la Iglesia y el Estado. Desde que empezaron a tener presencia en la Asamblea Legislativa, los partidos evangélicos se han opuesto ferozmente a modificar el artículo 75 de la Constitución para instituir un Estado laico en Costa Rica. Uno se preguntaría por qué, si es la Iglesia Católica la que se beneficia de ese mandato constitucional. Pero ahora resulta evidente que las iglesias evangélicas aspiran a disfrutar de los mismos privilegios –subvenciones estatales incluidas– de los que goza la Iglesia Católica.
Al ver esta noticia del domingo en La Nación, mi reacción fue inmediata: ¿qué pasaría con el IMAS en un gobierno de Fabricio Alvarado? ¿Canalizaría la administración Alvarado Muñoz las ayudas sociales a través de las iglesias evangélicas? Ciertamente es un escenario que debería preocuparnos mucho: no solo esto potenciaría –con fondos de los contribuyentes– el avance de las organizaciones evangélicas en el país, sino que serviría para consolidar el poder político de partidos religiosos como Restauración Nacional.
Tengamos mucho cuidado: estamos ante una combinación tóxica para nuestra democracia de asistencialismo, política y religión.