La tradición de calificar a los primeros cien días de un gobierno se remonta a la llegada al poder de Franklin D. Roosevelt en los momentos más oscuros de la Gran Depresión. En ese entonces, se usó como una analogía para comparar la ofensiva legislativa que caracterizó a los meses inaugurales de FDR con los poco más de 100 días de devastación que causó Napoleón desde su escape de Elba hasta su derrota definitiva en Waterloo.
Juzgar a un gobernante por sus primeros 100 días resulta por lo general prematuro –al menos que haya provocado un caos similar al de las guerras napoleónicas, claro está–. Sin embargo, ante la urgencia que imprime la coyuntura tan delicada que enfrenta el país, que no da espacio para mayores dilaciones, es oportuno examinar la incipiente gestión de Carlos Alvarado por las señales que ha enviado hasta ahora. En ese sentido, percibo a un gobierno que no está a la altura de la ocasión.
Las revelaciones de las últimas semanas sobre el “hueco presupuestario” de aproximadamente ¢1 billón que heredó la administración Solís –y cómo la ministra de Hacienda tuvo que violar la ley para pagar de emergencia vencimientos de deuda que no tenían contenido presupuestario– han despejado cualquier duda sobre la muy grave situación fiscal en la que nos encontramos.
Tras años de advertir sobre la insostenibilidad de las finanzas estatales, todo indica que ahora sí estamos en la antesala de una crisis. Es más, se puede argumentar que la crisis ya comenzó y que prueba de ello es la marcada desaceleración de la economía –reflejada en una baja sustancial del consumo–. A esto sumémosle un desempleo estructural que lleva casi una década alrededor del 10% y una tasa de homicidios que va en camino a superar el récord del 2017 y queda claro que Carlos Alvarado asumió una brasa hirviendo.
Con algunas notables excepciones, como Educación y Agricultura, Alvarado salió bien parado de su prueba inicial, que fue el nombramiento del gabinete. La designación de Rodolfo Piza como ministro de la Presidencia –y con él de un equipo económico competente encabezado por Edna Camacho y que incluye a figuras muy respetadas como Rocío Aguilar en Hacienda y Rodrigo Cubero en el Banco Central– fue una señal inequívoca de que, si bien fue electo como candidato del PAC, el nuevo presidente se movería al centro en materia económica.
La interrogante pasó a ser entonces si el cambio de política que imprimiría sería too little, too late. De ahí que fue una señal poco auspiciosa la parsimonia que mostró Piza en una entrevista –antes de ser anunciado como ministro– en la que advirtió que “las sociedades progresan, poco a poco, sin terapias de choque”. Ciertamente a nadie le gustan las terapias de choque, pero la coyuntura del país tampoco está para nadaditos de perro.
Hacienda arrancó anunciando la implementación de una serie de medidas administrativas para contener el crecimiento de las remuneraciones en el sector público. Esto dejó en evidencia la falacia del relato oficialista tradicional –que se sostuvo hasta la primera ronda– de que no se podía hacer nada del lado del gasto porque estaba fijado por ley. Los primeros estimados revelaron que dichos ajustes están lejos de ser suficientes, pero al menos representan un paso en la dirección correcta. La administración Alvarado dijo además que ese era solo el comienzo.
Sin embargo, ese anuncio dejó la interrogante: ¿estamos ante un gobierno que verdaderamente tiene vocación de poner orden en el gasto? ¿O estas medidas solo tienen la finalidad de comprar voluntad política para la aprobación de más impuestos? Debo admitir que soy malpensado. Como he señalado ad nauseam, hay razones para ser desconfiados: cada vez que se aprobaron nuevos impuestos, la situación fiscal del país se volvió a deteriorar a los pocos años ya que los gobiernos pierden el interés de implementar reformas estructurales al gasto. ¿Qué garantía tenemos de que esta vez no nos van a volver a ver la cara?
En las últimas dos semanas –con la noticia del enorme agujero presupuestario– se ha deteriorado significativamente la percepción sobre el estado de las finanzas estatales. Aun así, no vemos ese sentido de urgencia de la administración Alvarado para implementar acciones presupuestarias más agresivas a las ya anunciadas. Todo lo contrario, el ministro de Educación más bien se da el lujo de incrementar la transferencia a las universidades estatales con ¢15.000 millones que dice que “le sobraban” y la ministra de Hacienda salió a decir en 7 Días que la reforma del gasto YA se llevó a cabo con sus medidas administrativas –lo cual contradice su promesa de presentar reformas adicionales al empleo público y al diseño institucional en 2019 y 2020, respectivamente–.
Mientras tanto, los costarricenses son bombardeados todos los días con reportajes sobre los groseros privilegios que abundan en el sector público, con salarios desorbitantes, convenciones colectivas leoninas, pensiones de lujo y pluses salariales insostenibles. Nada de eso parece importar por ahora. En estos 100 días el Gobierno ha dejado muy claro que su prioridad es la aprobación de más impuestos –y parece que se saldrá con la suya–.
A todo esto, ¿qué hay de Alvarado? Por un lado, hay que darle crédito por manejarse con mayor seriedad y pragmatismo que su antecesor –aquí pesan los rigores del pacto que alcanzó con Piza y que el punto de referencia es bastante mediocre–. Sin embargo, a 100 días del inicio de su mandato, resulta dolorosamente evidente que no estamos ante un líder reformista a lo Emmanuel Macron –con quien sus seguidores gustaban comparar en campaña–. Es más, hasta el término “líder” parece quedarle un poco grande. Prueba de ello fue su primera confrontación con un grupo de presión. Quien en campaña nos habló de los desafíos y oportunidades de la “cuarta revolución industrial”, cedió de buenas a primeras ante el chantaje de los taxistas y anunció un recrudecimiento de la persecución contra Uber.
De igual manera, la última versión del paquete fiscal que presentó el Ejecutivo excluyó del cobro del impuesto de renta corporativo a las cooperativas –otro grupo de presión consentido–. Si vemos ministerio por ministerio e institución autónoma por institución autónoma, es difícil percibir mayores cambios a lo que han sido las políticas oficialistas de los últimos años –no vemos movimiento ni siquiera en algo tan sencillo como levantar la absurda prohibición a la importación del aguacate mexicano–. Estamos ante un gobierno que representa el continuismo.
La tragedia, claro está, es que el país ya no tiene espacio para más de lo mismo. La elección del 2018 era la última gran oportunidad que teníamos para dar un golpe de timón y cambiar el rumbo antes de entrar en una crisis. Aquí, me veo tentado a excusar a Carlos Alvarado. En campaña él dejó claro lo que quería y no quería hacer. En ningún momento se presentó como un candidato abanderado de las grandes reformas estructurales que necesita el país. En ningún momento tuvo una propuesta que capturara la imaginación de los costarricenses. En ningún momento tuvo una participación destacada en un debate que le moviera el piso al electorado.
Con las circunstancias extraordinarias que marcaron la campaña pasada –y que no vale la pena repasar– le bastó con ser “el menos malo” para catapultarse a la presidencia con la mayor votación de la historia. Los electores, por su parte, sabiendo la inminencia de una crisis fiscal y de los otros problemas que acongojan al país, preferimos irnos en la finta de promesas quiméricas sobre trenes eléctricos y descarbonización de la economía, o consumirnos en debates estériles sobre la ideología de género. Ahora no estamos en una posición de pedirle peras al olmo.
La administración Alvarado apenas comienza y hay espacio para sorpresas. Ojalá que así sea. Ojalá que logremos capearnos la crisis. Ojalá que los hechos demuestren que este pesimismo es infundado. Sin embargo, las señales de estos primeros 100 días solo dan espacio para la resignación.