Danny Solano tenía un trabajo como encargado de bodegas y suministros en una reconocida compañía nacional. Pero no era lo suyo y renunció. Ahora es socio cofundador de Caffè Negroni, ubicado en San Rafael de Escazú. Y no es su único proyecto.
“Lo heredé de mi familia. De ahí nació mi pasión por todo esto”, reconoce Danny.
Él es de Turrialba, donde estudió la escuela y la secundaria, que hizo en el colegio nocturno, mientras trabajaba.
Empezó cortando caña en Juan Viñas, junto con su abuelo Manuel Villalobos, que en la tarde dejaba su empleo de peón, pasaba a su casa a descansar y cambiarse, y luego se iba a atender hasta la madrugada una cantina que tenía de negocio.
De la abuela, Odilia Elizondo, también aprendió a recoger, secar y tostar café, así como las tareas de la casa. Siempre fue muy cercano a ambos.
Cuando llevaba el octavo año de secundaria, Danny logró un empleo en una carnicería al frente del colegio nocturno y al concluir la jornada ahí, a las seis de la noche, se bañaba y cruzaba la calle para ir a clases.
Al graduarse, en 2007, Danny siguió derecho, la carrera de su madre, Johanna Brenes, quien lleva treinta años como funcionaria judicial en Turrialba, y de sus tíos. Ingresó a la Universidad Interamericana en Heredia, pero se dio cuenta que no era lo de él.
Como en el colegio nocturno, combinaba los estudios con un empleo. Primero consiguió un trabajo en Torneca, como auxiliar de bodega, y luego en Café Britt, encargado del inventario de la planta de producción de chocolates. De ese puesto pasó a supervisor de bodega en el centro de distribución. Tenía 21 años.
En Britt le ofrecieron la posibilidad de ocupar una posición de ventas en Saint Thomas, en las Antillas Menores, desde donde se comercializan los productos para diferentes mercados donde la firma tiene presencia, en particular en aeropuertos.
Antes debía prepararse y le encargan un camión de entregas. Pasó año y medio. La oportunidad en Saint Thomas no se concretaba. Renunció e ingresó a Medidas Casino, en la bodega del centro de distribución. Pronto, por pura curiosidad, cambiará de trabajo.
Un día, en el barrio donde vivía, se da cuenta que un vecino cambiaba regularmente sus automóviles y que siempre vestía de negro. Le pareció extraño, pero se quedó con la duda.
—Soy salonero— le respondió el vecino. En ese tiempo ganaba hasta ¢1,5 millones, más del doble del salario de Danny.
Poco después el vecino le dice que en la empresa andan buscando a alguien y están entrevistando interesados en ser saloneros.
Era un restaurante italiano. Lo atiende la gerente de restaurantes Brenda Valverde, su actual esposa, y Guillermo Madrigal, gerente de Grupo Reggio, propietario de varios negocios en este sector. Empezó de cero.
Le enseñaron las bases y también le ayudaron a certificarse en el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA). Después pasó a otro restaurante del Grupo Reggio. Y también se enamoró de Brenda.
“Yo estaba muy seguro, renuncié y me fui a un hotel”, dice Danny. Pero el panorama que se encontró en su nuevo empleo no le gustó. “Venía de un servicio muy formal, muy meticuloso, y en el hotel el servicio era un desastre”.
Entre los clientes que conoció ahí, sin embargo, le ofrecieron trabajo en un restaurante que abrirían en Santa Ana. Allá estuvo tres años. En ese momento, estaba concluyendo la carrera de ingeniería industrial y le surgió una nueva oportunidad, ahora en esta área.
El empleo es en una firma internacional, Emerson, con horario de lunes a viernes de 6:00 a.m. a 3:00 p.m., capacitaciones, cursos de idiomas, viajes fuera del país y un buen salario. Era como jubilarse de los trabajos de lunes a domingo hasta altas horas de la noche.
Ingresa como asistente de gerente. Pero otra vez se da cuenta que no es lo suyo. Decide renunciar. Su plan era regresar a los restaurantes. “Usted tiene que estar deschaveteado”, dice Danny que le respondió Brenda, con quien ya se había casado alrededor del 2012.
Danny empieza a entregar currículums en restaurantes de Barrio Escalante. En uno de ellos lo contratan. Él se sentía feliz y, aunque trabajaba más, lograba ingresos similares a los que obtenía en la firma internacional. Pero el negocio cierra a los dieciocho meses por razones financieras.
No se quedó sin empleo por mucho tiempo y estuvo seis años en otro restaurante. Él sentía que había llegado el momento de tener su propio restaurante. No era fácil.
A la inversión había que sumarle los horarios, el manejo de personal, las cargas sociales, las obligaciones con las municipalidades, el Ministerio de Salud y con el de Hacienda. “Si no funciona, pues me devuelvo a corta caña, a coger café o a salonear”, se dijo Danny.
Le escribe a un amigo, quien le responde que en El Novillo Alegre buscan un gerente, lo contacta y lo recomienda con el propietario, Leandro Aldaburu. Danny quedó encantado. A los seis meses decidieron fundar Caffè Negroni en Escazú.
Desde el inicio de su trabajo en El Novillo Alegre, Danny le dijo a Leandro que iba a realizar un viaje a España con la idea de ver los restaurantes allá, dada la oferta gastronómica que hay en ese país ibérico, y luego definir qué negocio abrir en Costa Rica.
El viaje y el regreso coinciden con que Leandro estaba en la negociación del terreno y una vieja casa en San Rafael de Escazú. La decisión de fundar Caffè Negroni fue casi natural. Danny había ahorrado durante seis años para su propio proyectos, pensando en un restaurante pequeño.
El nuevo negocio era otra cosa. “Todavía hoy me preguntan si nos damos cuenta lo que hicimos”, dice Danny.
La inauguración fue el 28 de agosto del 2022. La idea de Leandro era crear un restaurante en memoria de sus abuelos, que en su natal Argentina continuaron la cocina italiana. Decidieron que fuera un bistró —de comida gourmet, saludable, fresca y de calidad con atención de primera, sin la formalidad de un restaurante elegante— con tres tiempos de comida: desayuno, almuerzo y cena.
El menú de Caffè Negroni abarca entradas, sopas, ensaladas y platos fuertes que van desde las pasas y carnes a la parrilla hasta pizzas, con horno de leña, para todo tipo de público, desde jóvenes que pasan luego de salir del colegio y universitarios, familias y también ejecutivos y profesionales que realizan sus reuniones ahí.
El esfuerzo no es poco y se lo reconocen su esposa y su hijo, Tomás, que incluso suele ir, colocarse el uniforme del restaurante y colaborar. Pese a que el sector comercial ha seguido un vaivén económico en los últimos doce meses y el sector de restaurantes mantiene el paso, para Caffè Negroni la respuesta de los clientes superó las expectativas.
Leandro, que se encarga más de las áreas comerciales, y Danny, que está enfocado en el servicio y la atención en el restaurante, esperaban realizar una apertura suave (soft opening). “No esperábamos tanta gente”, dice Danny.
No dejan de ver otras oportunidades.
Una de ellas fue la del Bar Patrón, en La Fortuna, abierto hace dos semanas. Desde allá los contactaron los socios. Acordaron realizar una alianza estilo joint venture.
El bar se enfoca en la coctelería y la comida mesoamericana con platillos mexicanos, guatemaltecos y también costarricenses. Este negocio se dirige a los turistas que llegan a la zona. “Somos socios operadores”, explica Danny.
Otra oportunidad de negocios que está explorando Danny, en este caso con una socia, es en bienes raíces y especialmente en la comercialización de vivienda. Por ahora están realizando contactos, mediante networking, para darse a conocer.
Y está por abrir un bar speakeasy o “clandestino” al estilo de la época de la prohibición en Estados Unidos, junto con dos socios a los que conoció en uno de los restaurantes en que trabajó en Barrio Escalante. Actualmente están en la etapa de remodelación y se ubica también en Escazú.
“Hay proyectos que nos han presentando y a los que hemos tenido que decir que no, pues no hay espacio, no hay tiempo”, explica Danny.
Actualmente la tarea es consolidar estas actividades, que le permiten diversificarse, y en el caso de Caffè Negroni, donde ya tienen casi medio centenar de colaboradores, ver oportunidades en otros países.
Aparte del trabajo, Danny considera que le ayuda la dedicación, la perseverancia y la disciplina que le inculcaron sus abuelos desde muy niño, cualidades que se combinan con su formación de ingeniero acostumbrado a llevar el orden y los registros para monitorear la marcha del negocio.
Es la base que le permite reaccionar ante situaciones que surgen de sorpresa en el día a día.
“No cambio mi vida por nada”, sostiene Danny. “Si me devolviera en el tiempo, lo volvería a hacer. Quizá más ordenado, más organizado. A pesar de que es muy esclavizado, lo disfruto mucho. Es mi pasión”.