Cuando Elidieth León —apenas entrando en su veintena— caminaba por la Avenida Segunda, siempre volteaba a ver el edificio que estaba diagonal al Teatro Nacional y pensaba: “Qué lindo sería trabajar ahí”. En ese entonces, 1993, no decía “Ministerio de Hacienda” en la esquina superior noreste —allí había un reloj circular de manecillas—, sino que tenía unas letras, todas en mayúsculas, entre el primer y el segundo piso, que rezaban: “Banco Anglo Costarricense”.
Hoy, en 2024, ese nombre resuena con un peso histórico, casi macabro, pero para entonces era el tercer banco más grande del país y probablemente el que más interesado estaba en “modernizar” la banca.
Paralelamente, hacia el norte de San José, en Tibás, Yanancy Noguera empezaba a dar sus primeros pasos en el periodismo especializado en economía. Justo en la mitad de su veintena, su relación de entonces con el Anglo era la de una fuente de información que solía estar dispuesta a conversar fácilmente, a diferencia de otros bancos que todavía guardaban cierto hermetismo. Era común que la periodista, en búsqueda de aclaraciones, acudiera a ese edificio de Avenida Segunda.
Mientras tanto, Rodrigo Bolaños se sentaba en la silla de gerente general de la Bolsa Nacional de Valores, un trabajo más alejado del ojo público después de haber sido Ministro de Hacienda en el último año del primer Gobierno de Óscar Arias. Poco se imaginaba que en unos meses lo invitarían a una reunión en la que el presidente de la República, José María Figueres, le propondría un trabajo que lo marcaría de por vida.
Para esa época, los quehaceres de Elidieth, Yanancy y Rodrigo si acaso tocaban tangencialmente al Anglo. En solo un año, sus vidas se asirían para siempre al hueco que dejó el banco, un cierre que treinta años después todavía se deja el título del escándalo bancario más grande que ha vivido el país; y no por falta de competencia, sino por mérito —o desmérito— propio.
Un banco “moderno”
Elidieth cumplió su objetivo de trabajar en el Anglo el 6 de diciembre de 1993. en la oficina de “eventos especiales”, un departamento nuevo con labores que se parecían a las de una contraloría de servicios.
Sus tareas consistían en recibir las quejas de los clientes, las cuales eran cada vez más, pues el banco llevaba unos cinco años de fuerte expansión que alcanzó un máximo en 1994.
Después de una crisis en los ochenta, el Anglo decidió reconstruir su imagen. La dirección fue clara: agilizar los procesos, un eufemismo que significó dar créditos rápidos. Solo entre 1990 y 1994 el banco quintuplicó el tamaño de su cartera.
El objetivo se logró con una fuerte campaña publicitaria que buscaba mostrar que el banco tenía la agilidad de una institución privada, pero la seguridad de una entidad con el respaldo del Estado. “Pensamos como usted” era el eslogan que disfrazaba al Anglo como el banco más moderno del país, pese a ser, también, el más antiguo.
Lo primero que Elidieth notó cuando llegó fue la horizontalidad del ambiente laboral. La joven de 24 años nunca había trabajado en una oficina así de grande, así que le sorprendió que en un lugar donde pululaban cientos de personas, acomodados en cinco pisos, fuera común ver al gerente general pasearse por los pasillos y usar el ascensor común como si fuera un empleado raso más.
Pero es que Carlos Hernán Robles no era un gerente bancario a la usanza. Por lo menos esa era la impresión que tenía Yanancy entonces, todavía no por las razones equivocadas, sino por la jovialidad que emanaba.
Ese edificio —que en diciembre de 1993 Elidieth apenas estaba conociendo— ya era un lugar visitado por Yanancy, quien le había dado una cobertura cercana no solo por ese crecimiento crediticio y publicitario, sino por la accesibilidad que tenía el gerente para hablar con la prensa.
Robles tenía en ese momento una reputación muy diferente a la de otros gerentes bancarios. Sí vestía de traje como el resto, pero parecía que lo hacía más como una declaración de moda que como un formalismo. En lugar del rasurado limpio que solían lucir los gerentes y economistas con más señoría de la época, Robles portaba una barba que le daba un aura más afilada que al resto.
Además, era una figura pública que aparecía no solo en las páginas de la prensa económica, sino también en las de farándula. Su esposa de entonces era una artista y a Yanancy siempre le llamó la atención la habilidad que tenían ambos para resaltar entre la multitud.
A la periodista le había quedado particularmente grabado un episodio en un congreso del Banco Interamericano de Desarrollo en República Dominicana. En el evento la pareja tuvo un rol protagónico en la fiesta de clausura del evento; la esposa incluso cantó frente al público. “Es como si fueran parte del Banco”, pensó entonces. Robles era poco clásico y las cámaras no eran —por lo menos así lo percibía Yanancy— un temor para el gerente del Anglo.
Esa apertura desde los puestos de gerencia más alta se vertía hacia el resto del organigrama en lo que para Elidieth fue un ambiente ideal para trabajar. Los primeros seis meses para la joven fueron de ensueño: se llevaba bien con los compañeros, trabajaba en el banco con más ambiciones de crecimiento y no veía una sola razón para abandonar ese edificio que ya estaba dispuesta a llamar hogar.
“Con este trabajo yo muero, aquí es donde me quiero pensionar” pensó entonces, casi retando al destino.
Problemas en el paraíso
Un día de inicios de junio de 1994, a Rodrigo Bolaños le llegó una invitación para participar en una reunión de altos jerarcas económicos. El objetivo era conversar sobre el sistema financiero, o por lo menos eso le dijeron para que asistiera. Tremenda fue la sorpresa que se llevó cuando se dio cuenta que el tema principal era la situación del Anglo.
“¿Qué estoy haciendo yo aquí?” se preguntó a sí mismo Bolaños. En la sala estaban, entre otros, Carlos Manuel Castillo, presidente del Banco Central; Rafael Díaz, auditor General de Entidades Financieras (algo así como el cargo de superintendente de la Sugef de hoy); y nada más y nada menos que José María Figueres, el presidente de la República.
En la reunión compartieron preocupaciones sobre qué podía estar sucediendo en el Anglo. Aparentemente Díaz solicitaba información al banco y este no se la compartía, además, ya se había reportado sobre unas inversiones especulativas en bonos venezolanos que habían perdido gran parte de su valor y todavía no estaba claro ni por qué el Anglo apostó por esos bonos y ni si tenía la capacidad económica para enfrentar las posibles pérdidas. La solución propuesta fue la de intervenir el Anglo y ver ellos mismos qué era lo que ocultaban las finanzas del banco.
Rodrigo trató de disipar la duda que todavía circulaba su cabeza con una autorespuesta lógica: “estoy aquí porque soy el gerente de la Bolsa, obviamente tiene que ver con el papel que va a tener la Bolsa en esto”, pensó.
Pero el tema de conversación pasó a ser quién ejecutaría la intervención del banco. Quién sería la persona que lideraría la indagación. “¿Qué me estás viendo?”, pensó Rodrigo cuando sintió la mirada de Figueres posarse sobre él justo antes de que el presidente dijera: “Yo quiero proponer a alguien”.
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El economista estaba cómodo en la Bolsa y no quería meterse en el “enredo” del Anglo, pero tras intentos fallidos de escabullirse terminó por darle el sí al cargo de “ejecutor de la intervención”, lo que le pondría las funciones de gerente temporal del banco mientras realizaban las pesquisas. Lo que entonces no sabía Rodrigo es que no solo le había dicho “sí” al puesto, sino a la pastilla para controlar la presión arterial provocada por el estrés que le generaría ese trabajo.
“No va a cerrar”
En un movimiento poco esperado para el público en general —aunque ya rumoreado en círculos especializados— el presidente del Banco Central, Castillo, le pidió al Consejo de Gobierno que interviniera el Anglo, acto que no se dio de inmediato.
De repente, esos pasillos tan amables que transitaba Elidieth en su trabajo se empezaron a llenar paulatinamente de cuchicheos con respecto al futuro de la entidad. Aún así, la idea de un posible cierre le fue negada a ella incontables veces por el mismo personal del banco.
En más de una ocasión, Elidieth, junto al resto de la planilla, fue convocada al sótano del edificio. Allí, Robles —y después líderes sindicales— les dijeron a sus empleados que no había nada que temer, que no escucharan esos rumores tan desagradables porque al banco nunca lo iban a cerrar.
La gerencia del Anglo también inició una fuerte campaña para desprestigiar las intenciones de intervención. Además de colocar dos recursos de amparo, Robles y Carlos Trejos, presidente de la junta directiva del banco, dijeron que el “ataque” al Anglo era de índole personal, ya que Díaz, jerarca de la Auditoría General de Entidades Financieras (AGEF), estaba “resentido” por una acción de inconstitucionalidad que el banco le había presentado a la AGEF en 1989.
La defensa del Anglo duró apenas siete días. Con los recursos de amparo rechazados, la división de la Junta Directiva y el apoyo de los restantes tres bancos estatales a la intervención, parecía un hecho que el Anglo tendría que permitir las investigaciones. El último bastión en caer fue Robles, quien, en una forma de admitir la derrota, renunció a la gerencia el 10 de junio del 94. Cuatro días después, el periódico La Nación abrió con el titular “Anglo intervenido desde hoy”, una nota cofirmada por Yanancy.
“Lo va a matar”
La intervención no podía durar más de tres meses, pero fue un periodo que para Rodrigo probablemente se sintió mucho más largo.
El Anglo fue un peso que lo acompañaba literalmente desde que se despertaba: su alarma en la mañana se activaba con las noticias de Radio Monumental, las cuales, en la mayoría de ocasiones, estaban acaparadas por el banco. Hacia el final del trimestre, tuvo que desactivar el despertador.
Buena parte del flujo de las noticias fue gracias a él mismo, pues recomendó que los informes de la interventoría fueran públicos, lo cual le dio a la prensa material de sobra para publicar.
Yanancy fue una de las que más siguió de cerca el tema. A ella le gustaba ejercer un periodismo de calle, sabía que por teléfono iban a ser pocas las exclusivas o primicias que iba a conseguir, así que cada vez que podía visitaba principalmente tres localidades: el Banco Central, la AGEF y el edificio del Anglo en Avenida Segunda.
Mucho de su tiempo lo pasó en las salas de estas entidades a la espera de que algún funcionario pasara para pedirle declaraciones o alguno de los informes. Probablemente escribió más artículos en una libreta, sentada en un lobby, que con el teclado en la redacción del periódico.
También fue la época en la que más amenazas y gritos recibió, pero esos vendrían después, cuando algunos de los que se beneficiaron de los malos negocios del Anglo trataron de detener las publicaciones de Yanancy.
Lo que se publicaba en los diarios de la época no pintaba bien para la imagen del banco. El primer informe de julio del 94 calculaba pérdidas por ¢7.900 millones, más de dos veces el capital de la entidad, y eso solo en una inversión. Además, se detalló el negocio turbio entre el Anglo y dos hermanos chilenos de apellidos López Gómez, residentes de Costa Rica: José Luis y Mariano.
El informe detalló que en mayo de 1993 la junta directiva del banco decidió comprar a los hermanos chilenos la compañía AVC Almacén de Valores con dos subsidiarias, una en la isla Gran Caimán y la otra en Panamá, por un precio de $4,9 millones.
Esta compañía, según se reportó en su momento, le sirvió al Anglo para funcionar como un banco privado, además como una forma de otorgar préstamos y realizar inversiones que superaban el límite legal y eludían el encaje.
A través de AVC Panamá, el Anglo decidió invertir en títulos de la deuda externa de Venezuela. Para este negocio recurrió a los servicios de la empresa de comisionistas Ariana Trading & Finance (ATF), también representada por los hermanos López Gómez, los mismos que le vendieron AVC en primer lugar. Esto fue autorizado por la junta directiva de la subsidiaria, que también era la misma del Anglo y que tenía como fiscal a Robles.
Por los bonos AVC pagó $168,57 millones, pero lo hizo gracias a un crédito de la ATF de $131 millones. Los bonos adquiridos fueron dados como garantía a Ariana por poner el 80% del financiamiento. Ambas empresas acordaron que, en caso de una disminución repentina en el valor de los títulos, AVC debía honrar el valor en efectivo.
El problema —además de la gimnasia legal para llevar esto acabo— era que en Venezuela estaba en graves problemas de pago. A inicios de 1994, los bonos que había comprado AVC tuvieron una disminución de casi treinta puntos en su precio, así que la subsidiaria del Anglo debió honrar su compromiso con la empresa de los López en una operación en la que se quedó sin los bonos y sin la inversión. Básicamente el banco apostó su patrimonio y lo perdió.
Esto se sumó a un manejo irresponsable de su cartera de préstamos. No era solo que el Anglo daba créditos rápidos, era que daba créditos casi sin ninguna garantía que los respaldara. Rodrigo encontró préstamos otorgados a sociedades recién constituidas, sin registros bancarios y con nulo patrimonio; para sorpresa de nadie también estaban morosos y el banco había hecho pocos esfuerzos para cobrar lo adeudado.
Robles fue el responsable de autorizar un 70% de los sobregiros vencidos y pendientes de pago, según se publicó en su momento. Esta figura permitía a los clientes del banco girar cheques por cifras superiores al dinero mantenido en sus cuentas sin garantías reales.
Revelar estos negocios subió la probabilidad de que le aparecieran algunos enemigos a Rodrigo, al punto que se le asignó un guardaespaldas. Sin embargo, no recibió una amenaza concreta, lo más cercano a una fue lo contrario, una especie de pedido.
“Lo llaman”, le dijeron un día mientras estaba almorzando en su casa. Cuando agarró el teléfono la voz al otro lado de la línea le dijo: “Le voy a pedir un favor, no me maten a mi hijo. No me maten a mi hijo, porque, a como va, esto lo va a matar”. Era el padre de Robles quien lo había llamado.
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14 de setiembre sin faroles
“Con mucho dolor, indignación, el Consejo de Gobierno ha decidido enviar a la Asamblea Legislativa un proyecto de ley para cerrar el Banco Anglo”, dijo Figueres el 14 de setiembre de 1994 en la que posiblemente fue la conferencia de prensa más recordada de su gestión.
Las palabras del presidente llegaron en vivo hasta Elidieth, quien las escuchó por la radio del bus camino a su casa. Al llegar, habló por teléfono con una compañera de la oficina: “¿Cómo es posible que nos mintieran tanto?” le dijo a Elidieth. De pronto, el sueño de trabajar en el banco de por vida se acabó: todos los 1.700 empleados serían eventualmente despedidos.
Pese a todas las publicaciones que se hicieron sobre los descalabros financieros, la noción general del público antes de ese 14 de setiembre era que no se iba a cerrar el Anglo. Tanto fue así que durante el proceso de intervención las cuentas corrientes estuvieron abiertas; es decir, la gente podía ir a retirar el dinero, algo que hoy se consideraría impensable en un proceso de ese tipo (las cuentas ahora se congelan en caso de intervención). Muchos retiraron sus depósitos durante esos tres meses, pero otros —y no pocos—, decidieron mantenerlos porque la idea de que el banco más antiguo del país podía cerrar nunca cruzó sus mentes.
Cuando Figueres dió el anuncio, Rodrigo estaba en la sala gerencial del Anglo. Cuando le ofrecieron por primera vez ese trabajo jamás imaginó que terminaría por recomendar el cierre del banco, pero los números —un patrimonio que se consumía varias veces— no le dejaron otra opción.
Su noción era que capitalizar el banco hubiese sido más costoso y habría enviado una señal de todavía más permisividad hacia el resto del sistema.
A las horas después del anuncio bajó al sótano. Allí estaban todavía algunos empleados. Uno, en particular, le llamó la atención porque se dispuso a dar un discurso. Este funcionario dijo que le dolía que, a diferencia del resto de costarricenses, ellos ya no podían cantar el himno y su famoso final, “vivan siempre el trabajo y la paz”, porque ese día le quitaron las dos cosas.
Rodrigo, doctor en economía —formado en la universidad de Chicago— llegó después a ocupar puestos tan importantes como presidente del Banco Central —dos veces— asesor económico de Presidencia y presidente ejecutivo y secretario general del Fondo Latinoamérica de Reservas (FLAR). Aún así, hoy, a sus 72 años, considera que nada le trae recuerdos tan vívidos como su época como interventor del Banco Anglo Costarricense.