Sobre la campaña electoral pasada ya se ha dicho todo, y de todo.
Seguro, con solo mencionarla ya generé rechazo. Ese mismo rechazo me obliga a dedicarle una segunda columna.
En esta esta ocasión, inevitablemente, el tema es la saturación.
Las elecciones fueron como tomar cualquier promoción, navideña, de verano, época de selección, sumarlas y multiplicarlas por mil. La contienda acaparó toda conversación y espacio.
Y como la tecnología nos convirtió a cada uno en un medio más, cualquier posteo o chat se volvió un primetime de debate. Fuese en Facebook, Twitter y, especialmente, en Whatsapp.
Los grupos de amigos, de oficina, los del gimnasio, familias… nos mandaban memes, fake-news y opinones de todo tipo. Pasiones encendidas. El país digital o virtual “dividido” (en el país real el mismo día de las elecciones vivimos, una vez más, una verdadera fiesta).
Nos volvimos locos. La saturación es rechazo en sí mismo. Lleva al aislamiento. A desconectarse. Genera descontento y enfrentamiento.
Hay que saber modular el volumen y alcance de nuestros mensajes. Hay que saber cuando hablar, para que el mensaje no se lo trague el pleito (lección para influencers). Hay que saber unir audiencias, no dividirlas.
Ojalá nuestro mensaje y campaña sea más fuerte que todo este ruido que se genera alrededor. Porque desde el punto de vista publicitario, en esta segunda ronda, no creo que ningún mensaje fuese memorable o trascendente. Fueron más importantes y de peso los anuncios que hicieron con actos, nombramientos, alianzas, planes. Y esta, en sí es otra enseñanza de peso: lo que una marca hace, sus gestos, pueden ser mucho más importantes que cualquier cosa que digan. La noticia se vuelve anuncio. Sus acciones son publicidad. De nuevo, fácil de lograr en épocas de “megáfono en mano” para cualquier persona.
Lo que si quedó claro, es que atarantar puede salir más caro de la cuenta.