El sentido común es algo práctico y operativo: un agricultor que está labrando la tierra posee una especie de inteligencia natural. El hombre que es sobresaliente para trabajar el campo, posiblemente sea capaz de hacer otros trabajos similares obteniendo igual o mejor desempeño.
Eso obedece a que no es únicamente operativo: es ejecutivo. Su capacidad de reflexión es más profunda y logra hacer compatible la acción con la reflexión. El sentido común es consciente del proceso de hacer cambios, tomar decisiones y realizar ajustes; la reflexión es dinámica, no es sedentaria.
Según Donald Schön, en su libro The Reflective Practitioner , la administración de empresas ha estado históricamente marcada por el conflicto entre dos enfoques. En el primero, el gerente es un “técnico”, cuya práctica consiste en aplicar al día a día de su organización los principios y métodos derivados de la ciencia de la administración. En el segundo, es un “artista”, un profesional del arte de la gestión que no puede reducir lo explícito a reglas y tareas.
El primero nos sitúa frente a una persona más orientada a la acción y es el que ha ido ganando mayor difusión; el segundo perfila a un profesional que es una amalgama de destreza y sabiduría.
En esta perspectiva integral, lo común cobra sentido: es poner atención al resultado esperado, al mismo tiempo que la mente estructura el modo de conseguirlo. Un colaborador con un alto grado de sentido común, posiblemente sea un descanso para su jefe y también para su equipo, porque sabrá tomar decisiones razonables, incluso, en situaciones inciertas y desconocidas. Cuando esto falla, es porque hubo una carencia en la educación del sentido común.
El sentido común es un ejercicio de autoconciencia, que no solo se consigue con un esfuerzo mental, sino que es una destreza que se desarrolla, y cuyo ámbito de aplicación es relativamente universal.