Policías armados se preparan para irrumpir en un invernadero en pleno desierto de California: “¡Orden de búsqueda!”, gritan, poco antes de depararse con unas 900 plantas de cannabis clandestinas.
Granjas ilegales como esta, con capacidad de producir hasta cuatro cosechas por año, representan un desafío constante para las autoridades del condado de San Bernardino, a las afueras Los Ángeles, que lidian con la violencia y los daños ambientales que causa esta fiebre verde.
California legalizó la marihuana en 2016 bajo la premisa de que pondría fin al mercado paralelo. Sin embargo, las autoridades presenciaron desde entonces una proliferación de las plantaciones ilegales.
“No era un modelo perfecto”, dijo a AFP el sargento Chris Morsch. “En 2016, cuando las leyes comenzaban a cambiar, hubo un gran aumento de los cultivos clandestinos”.
“Yo diría que la explosión del mercado ilegal tiene mucho que ver con la tributación de la marihuana en el estado de California”, complementa el sargento Chris Bassett.
“Algunos de estos permisos, de estas licencias para cultivar, producir y distribuir, superan los $100.000, lo que le dificulta la entrada al mercado legal”.
La policía de San Bernardino, que comprende densas ciudades separadas por vastos desiertos, realiza entre seis y diez redadas por semana para desmantelar los cientos de invernaderos que pululan en el desierto de Mojave, en el norte del condado.
“Esto puede generar hasta $600 por libra (453 gramos)” en California, donde los usuarios pueden conseguir marihuana en dispensarios legales, explica Bassett. “Y si envías esto al este (de Estados Unidos, donde es ilegal), el precio se triplica”.
Y el lucro, a diferencia de los emprendimientos legalizados, es libre de impuestos.
Violencia
Mientras el mercado legal es lastrado por una avalancha de impuestos, con ventas estancadas en torno a los $5.000 millones anuales, el sector clandestino prospera movilizando mucho más que eso, de acuerdo con expertos.
Las granjas proliferan en la región aprovechando su geografía de extensos bosques y desiertos.
Y la expansión de las operaciones ilegales en estas pequeñas comunidades rurales trae consigo la violencia.
En enero, seis cadáveres fueron encontrados en la región. Todos hombres, con heridas de bala, y cuatro con quemaduras. Las informaciones preliminares indican que el caso está relacionado con el cultivo ilegal de cannabis, según el departamento del sheriff.
Pero las autoridades no creen que se trate del crimen organizado a gran escala, sino de pequeños grupos.
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Bassett sostiene que el perfil varía entre “personas que han sido acusadas con cargos relacionados a marihuana en el pasado, y personas que no tienen antecedentes penales”.
Estos grupos viven además en un constante juego del gato y el ratón con las fuerzas del orden.
En las cinco redadas en que un equipo de AFP acompañó a las fuerzas del orden, sólo una persona fue detenida.
Clarance Joseph, de 51 años, fue detenido en su propiedad en la pequeña aldea de Newberry Springs, cerca de la famosa Ruta 66, donde dejó que un grupo instalara y operara tres invernaderos desde 2017 a cambio del 20% de las ventas.
“Me mantenía al margen, sin meterme con nadie”, dijo mientras era esposado. ”Es una gran pérdida”, lamentó Joseph al ver a los policías destruir las plantaciones. “Son seis meses de trabajo perdidos”.
Pesticidas
La legalización trajo consigo penas más blandas para quienes cultivan o contribuyen con plantaciones ilegales, lo cual frustra a la policía.
“A menos que encontremos armas fantasma o crímenes ambientales” explica Morsch, las penas no pasan de multas de hasta $500 o, en el peor de los casos, hasta seis meses de cárcel.
Con poco en riesgo y gran potencial económico, muchos retoman las plantaciones apenas la policía se va.
El cultivo ilegal también puede acarrear consecuencias ambientales, ya que para hidratar sus plantaciones algunos cavan pozos de agua clandestinos que agravan la sequía crónica que sufre California.
En la industria paralela es frecuente además el uso de pesticidas nocivos, como el carbofurano, tan tóxico que una cucharadita es suficiente para matar a un oso.
“Lo lamentable es que lo rocían sobre la propia flor... lo cual en última instancia es ingerido por el consumidor”, dijo Morsch. “Si yo fumara marihuana, no querría fumar esto”.