Editorial | La crítica situación del servicio de agua potable obliga a gestionar el recurso hídrico con un mínimo de inteligencia y responsabilidad.
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El agua potable es un bien esencial para la vida humana y el acceso a ella un derecho humano básico e irrenunciable, garantizado a nivel constitucional desde hace mucho tiempo. El Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) fue creado en el año 1961, precisamente para dirigir todo lo concerniente a la provisión de ese servicio público, así como para construir el sistema de desagües y tuberías, y velar por la adecuada inversión de todos los recursos que el Estado asigne para esas obras. La misión del AyA es “asegurar el acceso universal al agua potable y al saneamiento de forma comprometida con la salud, la sostenibilidad del recurso hídrico y el desarrollo económico y social del país”.
Por lo anterior, resultan desconcertantes las declaraciones dadas por su presidente ejecutivo, Juan Manuel Quesada, en la entrevista que este semanario publicó el pasado 20 de abril y otras brindadas recientemente a otros medios, en las que el jerarca reconoce con candidez la incapacidad de la institución para asegurar el abastecimiento de agua potable en la Gran Área Metropolitana. Asegura, también, que en el país no hay carestía de ese preciado líquido; por el contrario, la naturaleza ha sido generosa y existe en abundancia, aunque su disponibilidad no sea uniforme ni en el espacio ni en el tiempo: su presencia no es igual en Orosi que en Nicoya, ni la cantidad es la misma en época lluviosa como en la seca. Tampoco es uniforme su demanda; el alto consumo de la ciudad de San José, por ejemplo, debe ser satisfecho con agua proveniente de Heredia y Cartago, y el desarrollo continuo de nuevos proyectos inmobiliarios o de actividades productivas requiere de un alto grado de previsión.
Esa realidad obliga a gestionar el recurso hídrico con un mínimo de inteligencia y responsabilidad. La recolección, tratamiento, almacenamiento, transporte y distribución del agua son parte —o debieran serlo— de un sistema rigurosamente planificado, que considere no solo el financiamiento adecuado sino también la ejecución oportuna de las obras. La historia reciente de esa institución, sin embargo, revela que allí se ha venido haciendo todo lo contrario: préstamos desaprovechados, obras inconclusas, agua desperdiciada por fugas, sobrefacturación y desorden administrativo, distribución de líquido contaminado, imprevisión, cortes recurrentes en el suministro, entre muchos otros males. En pocas palabras: un caos total. Mucha responsabilidad recae en las administraciones pasadas, pero el actual gobierno tampoco ha dado pie con bola: luego de múltiples presidentes ejecutivos, varias renuncias de miembros de la Junta Directiva, denuncias no sustanciadas, contrataciones cuestionadas y dos “intervenciones” decretadas por Zapote —una en abril del 2023 y otra a principios de este año—, nos encontramos hoy con un panorama desolador, típico de un país tercermundista y el cual no veíamos desde hace muchas décadas, afectando particularmente cantones tan poblados como Desamparados, Tibás, Moravia, Goicoechea y Montes de Oca.
Costa Rica es un país de renta media, con acceso a suficientes recursos para satisfacer esta necesidad tan básica para todos. No hay explicación, más que la desidia e indolencia de la institución, para que estemos en este entredicho. Como sociedad no debemos tolerar como algo normal o aceptable que el acceso al agua sea limitado o que este servicio público esencial se preste de manera intermitente; mucho menos resignarnos a que su calidad no sea de primer mundo, tal y como la hemos disfrutado hasta ahora. Un país que ha apostado con éxito al turismo no puede permitirse estas carencias y, si pretendemos convertirnos en el Silicon Valley de América Latina, más vale que la disponibilidad de agua sea efectiva.
Las quejas de las comunidades son, así, totalmente válidas y entendibles. No se trata de una discusión politizada ni son desproporcionadas sus protestas, como desafortunadamente las califica Juan Manuel Quesada, sino de reclamos absolutamente legítimos que exigen la atención inmediata de las autoridades responsables, aun cuando sabemos que muchas de las soluciones requieren de inversiones cuantiosas en infraestructura y que su ejecución tomará cierto tiempo. Lo menos que debemos esperar es comprensión sobre la grave situación que enfrentan las familias y la necesidad urgente de que los proyectos se concluyan con la celeridad que se merecen para volver a la normalidad, considerando asimismo la incidencia de los inevitables fenómenos naturales y los efectos del cambio climático.
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