Una serie que ha tenido relativo éxito en Netflix cuenta la historia de Anna Delvey. O mejor dicho, Anna Sorokin, una joven rusa que se logra vender en Nueva York como una acaudalada heredera alemana.
Parte del mérito de la señorita Delvey es que logra convencer a muchos sobre su faraónico proyecto de una fundación que promueva las artes, conforme a unos estándares de lujo y ostentación que opaquen el boato de lo que ya había.
Anna no embaucó solo a algunas amigas, quizás sencillas y un poco soñadoras. Es que logró despertar la suficiente ambición de curtidos banqueros, hasta hacerlos competir por financiar su proyecto.
Tanto unas como los otros se cegaron con un personaje venido de otro país, con propuestas fantásticas y fortuna que nunca vieron, sumado a un estilo personal simplista, espléndido, caprichoso y hasta grosero.
Nadie sabía quién era realmente Anna. La clave fue lo que sus mentes crearon. Las actitudes de Anna eran reflejo de lo que muchos deseaban ser, y aunque sospechaban que algo quizás no estaba bien, necesitaban seguir creyendo en lo que ellos habían creado, a partir de una imagen idealizada y magnificada.
De pronto nos preguntamos si existen políticos así. Cuyo mérito descansa en hacer creer a los votantes en una ilusión que no permiten someter a prueba, cuyo historial mantienen fuera de discusión y cuyas habilidades solo son respaldadas por el mercadeo.
Hay políticos que se parecen mucho a Anna Sorokin. Y mucho más de lo que nos conviene. Porque tarde o temprano la ilusión se cae, se desvanece, se derrite. En especial cuando llega el momento de gobernar.
Es cuando las circunstancias desnudan un pasado que no conocimos o preferimos ignorar. Es cuando se confirma la pobreza de los fundamentos en que descansó aquella imagen que las mismas personas crearon, para satisfacer su propio imaginario. El político los estafó, y descubrimos que toda esa historia era completamente cierta, excepto por las partes completamente inventadas… por el político.