Más allá de los diseños de escritorio es necesario reflexionar sobre los principios que deberían inspirar todo esfuerzo por acercar las partes en medio del grave conflicto social que vivimos.
Lo primero es el llamado a la razón, a la conversación serena que promueva el encuentro entre los actores más allá de posiciones rígidas y de confrontación. El diálogo debe fundarse en la argumentación y no en las consignas. Quienes negocien deberán practicar la transparencia de intenciones poniendo sobre la mesa sus expectativas, esconder las cartas no crea confianza.
Los mecanismos normativos e institucionales sirven para canalizar demandas y energías de quienes negocian. Negociar es hacer concesiones, renunciar a la imposición de las posiciones propias y reconocer que todos tenemos verdades y no la Verdad, por más que esta pretenda vestirse de técnica, ciencia o ideología.
El diálogo social que se esboza va más allá de acuerdos normativos e institucionales, supone búsqueda de equilibrios entre lo político y el derecho, entre los hechos y la normatividad.
La búsqueda de la coincidencia y no el énfasis en los desacuerdos es el primer paso, posponiendo intereses sectoriales y de corto plazo, en búsqueda del acercamiento y la inclusión de actores representativos.
Reconocer el conflicto, verbalizarlo, no enterrarlo en jerigonza técnica que ignora la lucha de poder entre intereses, reduciendo las contradicciones sociales a una cuestión de expertos.
Es preciso reconocer lo valioso de las polaridades en lucha y renunciar a estereotipar a los “otros” como enemigos.
La lucha entre actores es normal, pero no se deben transformar las pugnas en guerra de clases como pretenden algunos delirantes, o en una disputa maximalista por la representación perfecta.