El año pasado no asistí a las reuniones anuales de octubre del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en Washington. En vez de eso, leí con atención los informes sobre el encuentro y hablé con personas que estuvieron allí y a quienes respeto. Me he formado a resultas de ello una idea sombría del futuro de la economía global. En particular, los problemas que ya existen en relación con la credibilidad y eficacia de las instituciones multilaterales se agravan por una perspectiva de debilidad continua y presiones de fragmentación.
No hay duda de que el FMI y el Banco Mundial tienen un poder de convocatoria fuerte, acaso único. Sus reuniones anuales atraen a los principales funcionarios de las áreas de economía y finanzas de más de 180 países, además de un número mucho mayor de representantes del sector privado. Es un encuentro mundial excepcional, no sólo para el intercambio de ideas entre los funcionarios sino también para la interacción corporativa.
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Pero estos últimos años, las reuniones oficiales han cedido protagonismo a una cantidad creciente de eventos paralelos, lo que disminuyó en forma notable el aporte del encuentro a una mejor formulación de políticas. De hecho, este año no pude hallar una sola persona que haya prestado mucha atención a un producto fundamental de las reuniones: los comunicados de las principales comisiones de formulación de políticas de ambas instituciones.
Esto es muy diferente a lo que ocurría en el pasado. Recuerdo vívidamente los días no tan lejanos en que los funcionarios se preparaban diligentemente para estas discusiones. Los participantes del sector privado aguardaban ansiosos los resultados, con la esperanza de hacerse una idea más cabal del panorama económico mundial y de posibles medidas nacionales e internacionales fundamentales. Era sabido que los mercados reaccionaban a determinados comentarios; por eso los funcionarios se pasaban horas puliendo los comunicados para evitar malentendidos.
Una lectura bondadosa de este cambio es que la sustancia se trasladó a los eventos paralelos. Por ejemplo, en el caso del FMI, el comunicado del Comité Monetario y Financiero Internacional (CMFI, principal panel de formulación de políticas de los países miembros del Fondo) va precedido por dos importantes informes del FMI respecto de las tendencias económicas y financieras (respectivamente, Perspectivas de la Economía Mundial y el Informe sobre la Estabilidad Financiera Mundial). Ambos se complementan con conferencias de prensa y discursos que involucran a muchos funcionarios del Fondo. Luego los temas se retoman en una multitud de seminarios y en presentaciones de funcionarios nacionales. Eso lleva a que muchas posibles derivaciones ya estén cubiertas mucho antes de la reunión del CMFI.
Pero más allá de lo mucho que respeto y admiro los organismos multilaterales, y lo he hecho por décadas, me temo que esta explicación es demasiado parcial. Es verdad que el FMI conserva una ventaja impresionante en cuanto a poder de análisis, gracias a su personal talentoso y dedicado, así como a sus vínculos exclusivos con las autoridades nacionales.
También es indudable lo mucho que ha mejorado su comprensión de la relación entre los mercados financieros y la economía real. Y ha asumido una valiente delantera en la difusión de los efectos económicos de la desigualdad de género y del cambio climático. Pero más de una vez sus análisis prospectivos han terminado siendo retrospectivos, y sus pronósticos cuantitativos han sido objeto de numerosas e importantes revisiones.
Oídos sordos
Todavía más preocupante es el hecho de que las recomendaciones del Fondo (especialmente las que afectan a las economías avanzadas) tienen un impacto reducido (por decirlo con delicadeza). Basta mirar el creciente abismo entre las declaraciones de los funcionarios del FMI y el lenguaje soso y repetitivo de los comunicados del CMFI. Y cuando los ministros de finanzas y banqueros centrales vuelven a las capitales nacionales, esas recomendaciones siguen cayendo en más oídos sordos, lo que resalta la ineficacia actual de lo que en otro tiempo era una oportunidad clave para una definición de políticas mejoradas que beneficien a todos.
Muchas de las razones principales de esta pérdida de influencia tienen poco que ver con los organismos multilaterales en sí. Hay en muchas economías avanzadas un creciente ensimismamiento político que amplifica el desdén por las recomendaciones del Fondo. Años de crecimiento escaso e insuficientemente inclusivo han restado margen a la cooperación internacional en formulación de políticas, y en su lugar alentaron el desprecio a las normas mundiales y al derecho internacional. E incluso la propensión a usar el Fondo al servicio de intereses nacionales ha menguado: Estados Unidos optó en cambio por usar directamente como armas sus propias herramientas económicas.
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Pero el FMI y el Banco Mundial no están exentos de culpa. Para empezar, fueron demasiado lentos en la implementación de reformas internas. Además, ambas instituciones podrían estar más dispuestas a reconocer sus errores recientes, por ejemplo en relación con la última debacle financiera en Argentina, el endeudamiento excesivo de las economías menos desarrolladas y la incapacidad de prever las consecuencias de la crisis financiera de 2007‑08.
Además, se ha tensado demasiado el muy valorado principio de uniformidad de tratamiento de los países miembros, a menudo en modos que mellaron todavía más el prestigio y la credibilidad de instituciones cuyo modelo de gobernanza está desactualizado. En particular, hace mucho que Europa está sobrerrepresentada respecto de las economías emergentes, y junto con Estados Unidos conserva el monopolio del liderazgo del FMI y del Banco Mundial, respectivamente.
Estas falencias generan inquietudes más amplias. Incrementan la tendencia al uso de políticas de empobrecer al vecino en el nivel nacional e intensifican las presiones de fragmentación y desglobalización caótica. También dejan a la economía global expuesta al riesgo de perturbaciones financieras que debilitarían todavía más una dinámica de crecimiento que ya es frágil e insuficientemente inclusiva.
Los organismos multilaterales suelen quejarse de que el margen para mejoras está limitado por el desinterés de los gobiernos más importantes respecto de encarar reformas institucionales. Al fin y al cabo, estos países no sólo son los mayores accionistas, sino que en ocasiones también han obstaculizado iniciativas que tenían el apoyo de la inmensa mayoría de los otros estados miembros.
Es cierto que el FMI y el Banco Mundial están limitados por el mundo en el que operan. Pero sus dirigencias también han sido renuentes a asumir como propias las iniciativas de reforma. En vez de actuar como catalizadores, haciéndose cargo del considerable riesgo reputacional implícito en iniciativas que inevitablemente enfrentarán resistencia, muchas veces han sido dejadas de lado.
Ahora que ambas instituciones estrenan dirigencia se renueva la oportunidad de iniciar un proceso de cambio que beneficie a la economía mundial. Esperemos que las decepcionantes reuniones anuales de octubre pasado sirvan de llamado de atención. No hay peor destino para estos organismos que la caída gradual en la irrelevancia.