En los últimos años, los contribuyentes se han visto ahogados por una oleada de reformas, requisitos, registros y declaraciones de todo tipo, al punto que, actualmente, una parte cada vez importante de su tiempo y recursos se dedica a satisfacer las ansias de información de una administración tributaria cada vez más ávida por saberlo y controlarlo todo. La lista es larga, pero basta con citar la introducción de la factura electrónica, el formulario D-104-2 (liquidación mensual del IVA), el formulario D-101 (declaración y liquidación del impuesto sobre la renta), el formulario D-151 (gastos e ingresos sin soporte electrónico), el formulario D-152 (retención a terceros), el formulario D-125 (rentas inmobiliarias), la declaración “informativa” de las sociedades inactivas, el registro periódico de accionistas ante el BCCR (aunque no haya cambios), entre muchos otros, para entender la magnitud de lo que estamos hablando.
La situación se agrava por la poca claridad de muchas de las disposiciones, por los cambios frecuentes de criterio de parte de Tributación e, incluso, por la arbitrariedad que no pocas veces tiñe a dichas interpretaciones. Esto provoca una gran incerteza jurídica y expone innecesariamente a los contribuyentes a onerosas sanciones económicas, pues las multas establecidas por ley tienden a ser altas. Nuestro reportaje de la semana anterior dio cuenta de esta realidad y de la necesidad de revisar el rumbo que se ha venido tomando.
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Para que un sistema tributario sea efectivo, este debe ser de pocos impuestos con tasas moderadas y de aplicación generalizada, contar con una regulación de fácil entendimiento para todos, y con un régimen de cobro (y pago) que sea lo más sencillo posible. Pero, muy por el contrario, a la consabida existencia de gran cantidad de impuestos con recaudación irrisoria, que ha caracterizado al sistema costarricense por décadas, ahora se ha sumado una mucho mayor complejidad, una gran variedad de tasas y demasiadas excepciones, lo que ha provocado una maraña regulatoria de muy difícil manejo, dando excesivo espacio para la interpretación y, por esa misma razón, para eventuales arbitrariedades, en especial en tiempos de estrechez fiscal como la actual.
Como bien reza el artículo 18 de nuestra Constitución Política, todos tenemos la obligación de contribuir para los gastos públicos y ese aporte debe ser equitativo y consecuente con las posibilidades de cada quien, pero los esfuerzos de la iniciativa privada deben concentrarse primordialmente en arriesgar, invertir, innovar y producir, no en tratar de descifrar cuales son sus obligaciones tributarias, desperdiciar tiempo y recursos valiosos en papeleo para el Ministerio de Hacienda, en defenderse del pago de multas por incumplimientos que ni se imaginaba podían existir y que tienen efectos draconianos o, peor aún, en buscar afanosamente lagunas legales para eludir un impuesto que se torna excesivo.
En el fondo, se trata de rescatar ese principio fundamental de nuestro régimen legal, cual es el de la seguridad jurídica, es decir, el de saber a qué atenerse, porque se reconocen con precisión los deberes que impone la ley y las consecuencias de no cumplir con ellos, pero, también, el de tener la tranquilidad de que una vez conocidos y cumplidos esos deberes, no habrá que luchar contra las interpretaciones cambiantes y las amenazas, no siempre veladas, de enfrentar consecuencias mayores, si no se allanan a sus exigencias.
Esa seguridad jurídica es importante para atraer inversión extranjera y seducir a la nacional, pues pocos arriesgarán en un país cuyas reglas son un enigma o están sujetas a cambios frecuentes. Pero esto nos afecta a todos y, todavía en mayor grado, a las pequeñas y medianas empresas, así como a quienes ejercen una profesión u oficio de modo independiente, pues para todos estos es más difícil contar con la asesoría jurídica y contable especializada (y cara) que se requiere para transitar ese sinuoso camino y porque el impacto de muchas de esas multas es mucho más agudo entre más pequeño sea el emprendimiento.
Ciertamente, la ley otorga también derechos a los contribuyentes, y tanto el tribunal administrativo como los jurisdiccionales muchas veces se encargan de corregir el abuso y enmendar la plana, pero esa es una vía lenta y costosa, a la cual solo debería acudirse en última instancia. El debido equilibrio debe buscarse desde el mismo texto legal y es obligación ineludible de todo operador jurídico garantizar esa certeza para beneficio de un sistema que debe funcionar bien para todos. En ese contexto, la figura de la defensoría del contribuyente, existente en muchos de los países de la OCDE, es una propuesta que debe considerarse con seriedad.