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Se reconoce que, en principio, la potestad reglamentaria es una potestad discrecional del Poder Ejecutivo, derivada de lo dispuesto por el artículo 140, incisos 3 y 18, de la Constitución Política. Sin embargo, la Sala Constitucional, desde hace muchos años, ha sentenciado que, cuando la ley disponga la obligación de reglamentar, esa potestad discrecional se convierte en un deber jurídico insoslayable y que, cuando esa ley fije un plazo para hacerlo, el Poder Ejecutivo debe proceder dentro del plazo fijado por la Asamblea Legislativa. En palabras del tribunal constitucional: en esos supuestos, “la Administración no cuenta con discrecionalidad alguna para excusarse de reglamentar una ley si así ha sido ordenado por el Legislador o por el Constituyente –teniendo en cuenta, asimismo, los alcances del principio de legalidad”. La omisión de esa obligación entraña una violación a los deberes constitucionales y legales, y la Sala ha sido rigurosa al exigir, en esos casos, la inmediata emisión de la reglamentación y en advertir la existencia de penas de prisión para el funcionario incumpliente. Asimismo, la Ley General de la Administración Pública establece la responsabilidad de la Administración y de los servidores públicos por sus conductas ilegítimas, sin menoscabo de otras leyes que regulan su régimen disciplinario.
Al parecer, no existe en el Poder Ejecutivo ningún sentido de urgencia y menos de solidaridad con la acongojante situación de las familias que dependen de dichas actividades. La desidia –ya presente antes de la pandemia y, en algunas instituciones, profundizada durante y luego de ésta– se ha apoderado de muchos funcionarios, más preocupados por complicar los trámites y exigir requisitos risibles en la era digital, que en atender problemas de fondo que se agravan con cada día de retraso.
Pero más allá de la flagrante violación de nuestro ordenamiento jurídico y de la reprochable conducta del Poder Ejecutivo al pretender desconocer impunemente el mandato constitucional, lo cierto es que se trata de cuerpos normativos que han sido promulgados con el propósito de atender las necesidades de sectores que se han visto terriblemente afectados por la pandemia del Covid-19 y sus consecuencias económicas. Al parecer, no existe en el Poder Ejecutivo ningún sentido de urgencia y menos de solidaridad con la acongojante situación de las familias que dependen de dichas actividades. La desidia –ya presente antes de la pandemia y, en algunas instituciones, profundizada durante y luego de ésta– se ha apoderado de muchos funcionarios, más preocupados por complicar los trámites y exigir requisitos risibles en la era digital, que en atender problemas de fondo que se agravan con cada día de retraso. También se echa de menos el liderazgo y capacidad de mando del Presidente de la República, quien ha permitido que sus subalterno, hayan impedido, de facto, la entrada en vigor de una ley debidamente aprobada por quienes fueron legítimamente elegidos para ello.
No hay nada que justifique tanta pusilanimidad. Casa Presidencial debe girar las instrucciones pertinentes para que ministros y demás funcionarios cumplan con la ley en tiempo y forma, sin necesidad de que las partes interesadas se vean obligadas a acudir a los tribunales para que sean éstos quienes ordenen lo que se supone el primer mandatario de la República debe hacer. La jurisprudencia y los precedentes de la jurisdicción constitucional son vinculantes erga omnes y no hay duda de sus alcances en cuanto a este tema. Si los funcionarios no responden conforme a derecho, deben iniciarse los procedimientos e imponerse las sanciones disciplinarias que la ley contempla. Sin justificaciones, sin dilaciones y, sobre todo, sin ese desdén por las necesidades de quienes la han venido pasando muy mal.