La democracia costarricense merece una oposición legislativa seria y responsable, que asuma el encargo que se les encomendó el 6 de febrero pasado. Y que lo haga bien.
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Constitucionalmente, la Asamblea Legislativa tiene tres funciones principales en nuestro régimen republicano: promulgar leyes, hacer oratificar el nombramiento de muchos de los funcionarios de alto rango (Corte Suprema de Justicia, Contraloría General, Defensoría de los Habitantes, Procuraduría General, entre otros) y ejercer el control político. Este último es esencial en un régimen en el que prevalece la independencia de poderes y el equilibrio de pesos y contrapesos en el manejo de la cosa pública. Adicionalmente, a raíz de una reforma al artículo 116 de la Constitución Política, en vigor desde el año 2021, las sesiones extraordinarias, es decir, aquéllas en que el control de la agenda legislativa la tiene el Poder Ejecutivo a través de sus decretos de convocatoria, corren ahora desde el 01 de mayo hasta el 31 de julio, y del 1 de noviembre al 31 enero de cada legislatura.
La administración de Rodrigo Chaves ha sido la primera a la que le ha correspondido iniciar funciones con el control de esa agenda. La reforma constitucional tenía como uno de sus objetivos principales allanarle al gobierno su trabajo, permitirle que fijara sus prioridades y aprovechar la buena voluntad que en general se refleja al inicio de todo período para acelerar el paso y hacer más factible la consecución de los objetivos de un proyecto político recién bendecido por la ciudadanía en las urnas electorales. Lamentablemente, estos importantes primeros tres meses de gobierno parecen haber sido desperdiciados, al echarse de menos proyectos sustantivos que hicieran que el país avanzara hacia una meta claramente preconcebida. Algunos atribuyen esta carencia a la falta de experiencia y de preparación del mandatario y de su ministra de la Presidencia en esa labor; otros, a una decisión política expresa de gobernar, en la medida de lo posible, sin el concurso del Congreso, dada la debilidad de la representación legislativa del oficialismo.
Los más cáusticos argumentan que el gobierno no tiene agenda, ni rumbo, ni sabe a ciencia cierta hacia dónde quiere llevar el país, más allá de la agresiva retórica esgrimida a diestra y siniestra contra sus rivales políticos, la prensa y algunos sectores, bajo el caballo de batalla de la lucha contra la corrupción y los privilegios de algunos. Si bien es cierto el gobierno ha logrado precisar algunas propuestas que desde este periódico siempre hemos apoyado —como lo es el levantamiento de las restricciones a las importaciones del aguacate; el desmantelamiento del régimen arrocero; el acercamiento a la Alianza del Pacífico y al CPTPP; la recuperación de las frecuencias del espectro radiomagnético para adoptar la tecnología 5G; la agilización de trámites para el registro de medicamentos, alimentos y agroquímicos; entre otras—, también lo es, sin embargo, que ellas no permiten por sí mismas identificar todavía una visión ni una estrategia de gobierno de largo plazo.
Pero así como al gobierno le ha faltado claridad para esbozar esa visión y traducirla en una agenda legislativa efectiva, también echamos de menos el papel de los partidos de oposición en Cuesta de Moras. En las elecciones pasadas el mandato del pueblo fue inequívoco al elegir una Asamblea Legislativa conformada por cinco fracciones políticas de oposición y otorgándole al Partido Progreso Social Democrático únicamente 10 curules. Esta realidad tiene implicaciones políticas importantes: por un lado, el Ejecutivo se ve en la obligación de negociar y llegar a acuerdos con sus rivales —desde proyectos de ley y nombramientos hasta la aprobación de empréstitos y los presupuestos del gobierno central—. Por el otro, obliga a la oposición a asumir un papel de innegable relevancia, que incluye tomar la iniciativa en la conducción de la agenda legislativa, ponderar con cuidado las intenciones del gobierno (en especial en lo atinente a endeudamiento, impuestos, disciplina fiscal y gasto público) y, especialmente, ejercer un control político que hasta ahora hemos percibido como inexistente, aún ante circunstancias que otrora ameritaron una intervención más firme y contundente.
En los partidos Nueva República, PLP y Frente Amplio fácilmente se reconocen sus líderes y voceros para ese reto. En el PLN y en el PUSC la tarea es más compleja, no solo por los perfiles de quienes integran esas bancadas, sino también por el papel que insisten en jugar algunos de los actores de las justas electorales pasadas. En el caso particular del PLN, por ser la fracción mayoritaria con 19 diputados, bien harían en consolidar un liderazgo remozado, con más peso y menos lastre, que les dé más credibilidad y aceptación a sus posiciones. La democracia costarricense merece una oposición seria y responsable, que asuma el encargo que se les encomendó el 6 de febrero pasado. Y que lo haga bien.
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