Entre las víctimas estructurales de la pandemia está el sistema educativo y, con él, el futuro de miles de niños y jóvenes. Víctimas estructurales son aquellas que, desde ya, no tienen ninguna oportunidad de regresar a su situación anterior, y ese es el caso de nuestro sistema de educación pública.
Las clases se suspendieron el 16 de marzo, cuando el año escolar apenas despuntaba. Aún no sabemos a ciencia cierta por cuanto tiempo, ni cómo será el regreso. Ante la pandemia, las escuelas podrían convertirse en un enorme foco de contagio y poner en riesgo a un porcentaje de los alumnos, maestros y administrativos en cada unidad académica y, a través de ellos, a sus familias y comunidades. Y dependiendo de las vulnerabilidades de cada familia, arriesgando un incremento enorme en las fatalidades en todos distritos de país.
Nuestro sistema educativo ya adolecía de una tasa de “repitencia” y exclusión que hacía que de cada 100 niños que entran a primer grado, aproximadamente un 26% se gradúan en el tiempo prescrito de 11 o 12 años, en la educación vocacional. El restante 74% se divide en dos grupos: uno que se excluye del sistema para nunca regresar a las aulas —fenómeno que se da principalmente en la transición de sexto a séptimo y de noveno a décimo año— y otro que termina la secundaria entre uno y cinco años después de su período previsto, para llevar la tasa de graduación a menos de 48% (La tragedia de 70.000 niños costarricenses, La Nación, Eliécer Feinzaig, abril de 2018). Esta cifra es mala y hasta vergonzosa.
La pandemia hará que estas cifras —desconcertantes en un país que se precia de su sistema educativo y que hoy compite en la economía del conocimiento— empeoren, pues consecuencia de la suspensión, la transmisión de conocimientos ha caído de manera radical, y muchos niños y jóvenes dejarán de valorar la educación formal como una parte integral de sus vidas y bienestar.
La presencia de los niños en sus casas —sobre todo en casas de bien social— conduce a un hacinamiento inevitable que genera conflictos; limita la movilidad de los adultos, que deben dedicar muchas más horas al cuido; aísla los niños de un desarrollo social normal; y con frecuencia degenera en violencia verbal y física en su contra. En otros casos, sobre todo en áreas rurales, conducirá al trabajo infantil y juvenil del que luego será difícil escapar.
Para un porcentaje importante de nuestros estudiantes, el almuerzo escolar es una parte integral de su buena nutrición y, pese a los esfuerzos del gobierno por seguir abasteciendo las familias desde las escuelas, esta disciplina de un almuerzo balanceado y con un horario establecido también sufre.
Los jóvenes adolescentes estarán expuestos a presiones sociales inconvenientes en sus comunidades que van desde la tentación de involucrarse en con el crimen organizado hasta la experimentación sexual y de sustancias, todo lo cual nuevamente los expone a ser víctimas de patologías sociales de las que las escuelas y colegios los protegen en tiempos ordinarios.
Esta generación escolar tendrá una pérdida real en su formación, conocimientos y acceso a oportunidades, por lo que a mediano y largo plazo su productividad personal, fuente de su ingreso y bienestar futuro, así como de la competitividad nacional, se verá limitada y disminuida por lo ya ocurrido y por los impactos adicionales que tendrá la pandemia en meses por venir.
Y todo lo anterior sin considerar el mismo fenómeno en la educación superior pública, que también tendrá graves impactos de exclusión, pérdida de conocimientos, e impactos en la formación integral y productividad futura de sus estudiantes.
Hay que repensar todo, desde cómo abrir los centros educativos lo antes posible con la mayor seguridad sanitaria, trabajo que requiere de la acción conjunta de padres de familia, estudiantes, maestros, centros educativos y autoridades del sistema; hasta el uso de plataformas alternativas, digitales, de medios tradicionales como la TV y la radio, trabajo por asignaciones y proyectos, y todo aquello que permita un regreso efectivo a la educación lo antes posible.
Esperar una oportunidad de regresar a la normalidad es iluso. Lo que conocíamos hasta hace cuatro meses, ya no existe. Gran oportunidad, por cierto, de plantear la gran reforma educativa que desde hace años urge en el país.