En días recientes, EF entrevistó a la nueva presidenta ejecutiva del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), Irene Cañas, sobre el papel que habrá de jugar esa importante empresa pública durante el próximo cuatrienio. Muchas de sus respuestas dejan claro que su agenda y prioridades están todavía en proceso de elaboración, aunque dichosamente se distancia en estilo de su predecesor, y esa mayor apertura nos permite atisbar algunas de sus propuestas.
Esto es importante porque el funcionamiento del Instituto tiene un fuerte impacto en la provisión de servicios esenciales para los costarricenses en general y para el sector productivo en particular, siendo indispensable, entonces, que las actuaciones de la institución, a todo nivel, deban estar siempre sujetas a un estricto escrutinio público y de la prensa. La jerarca se apuntaría un punto a su favor con ese renovado compromiso con la transparencia.
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Ahora bien, partimos del hecho de que cualquier política pública en el campo de las telecomunicaciones y de la energía —adoptadas, claro está, por el Poder Ejecutivo y no por el ICE— debe tener como objetivo garantizar a los usuarios su más amplio acceso, en términos adecuados de disponibilidad, calidad y costo. En ese propósito, la entidad, como proveedor preeminente en un caso y todavía exclusivo en el otro, es de suma relevancia y el liderazgo y visión que le impregne su cabeza serán determinantes para llevar adelante las transformaciones internas que se requieren. De ahí que sea imperativo que el consumidor —y su satisfacción plena— se conviertan en el centro de atención y la prioridad número uno de la institución y no así el mantenimiento de la planilla y menos la institución per se. Doña Irene tiene claro que aquí tiene un gran reto por delante.
Peligrosa tentación
En ese mismo sentido, el Instituto no es —y no debe ser— una agencia de colocación de empleo y la incursión en la provisión de nuevos servicios o negocios que se sugiere no puede ser guiada por la necesidad de darle trabajo a funcionarios que ya no se requieren y cuyo costo se traslada irremediablemente a las tarifas que todos pagamos. Esta preocupación es todavía mayor cuando se pretende prestar esos servicios a nivel centroamericano, con el riesgo de convertir esa aventura regional en un fracaso adicional, dada la mayor fragilidad de los controles en esas circunstancias. Mucho menos debe el ICE caer en la tentación —promovida por propios y algunos extraños— de incursionar en la construcción de obra pública, pues hay razones sobradas para dudar de su calidad y eficiencia en esas labores. He aquí un peligro que deberá evitarse a toda costa.
Por su parte, la institución sí tiene una responsabilidad enorme e insoslayable en varios campos. Debe, en primer término, invertir en la construcción y mantenimiento de la infraestructura necesaria para que los servicios que la institución y otros actores proveen lleguen a todos los rincones del país. Garantizar y facilitar el acceso universal a Internet de banda ancha, por ejemplo, es imperativo y sería obtuso impedir o dificultar el uso pagado de esa infraestructura a otros operadores.
También debe profundizar los cambios internos para poder participar más apropiadamente en el mercado de las telecomunicaciones, un mercado abierto y competitivo que ha redundado en beneficios tangibles para los consumidores. Es en este contexto que la innovación y los nuevos servicios anunciados por la presidenta cobrarían sentido.
Costos excesivos
En el sector de la energía, los retos no son menores. El argumento de que el país ha adoptado una matriz verde no debe servir de excusa para encubrir los costos excesivos que produce la ineficiencia, la impericia y hasta la corrupción en muchos de los proyectos y programas de la institución. Tampoco la desaceleración económica que ha sufrido el país en los últimos años —y la consecuente reducción de la demanda— debe servir de consuelo para no avanzar hacia un modelo de generación eléctrica en competencia, con una mayor participación del sector privado. Es más, es válido argüir, incluso, que el inmovilismo en este campo ha sido causa importante de la desaceleración. La perenne reticencia al cambio mostrada por el ICE no debe continuar.
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Finalmente, la meta de asumir un papel protagónico en la “descarbonización” de la economía —que muchos aplaudimos—, implica igualmente para el instituto un gran desafío. No solo deberá aceptarse la posibilidad irrestricta de la generación distribuida y del autoconsumo en energía solar, ojalá acompañada de redes inteligentes, sino también la urgencia de reducir los costos de la energía hidroeléctrica de manera que sirva de incentivo efectivo para la transición, así como la identificación de fuentes de financiamiento para crear un sistema eficiente de transporte colectivo y un programa atractivo para la sustitución masiva de vehículos automotores. Es aquí donde el uso del gas natural puede llegar a tener un papel muy relevante, lo cual no debe descartarse por más aversión que se tenga a esta discusión en algunos círculos políticos y sindicales.
Guardamos la esperanza de que las nuevas autoridades vengan con cambios genuinos y profundos de actitud y de visión para que el ICE logre salir avante y cumplirle a los costarricenses. El país no puede darse el lujo de cuatro años más de lo mismo.