La libertad de prensa deriva de una libertad pública fundamental: la libertad de expresión. Sin ella no existe libertad política. El autoritarismo coloca como blanco de sus ataques a la democracia; al demos, al pueblo, cuando este no está de acuerdo con los gobernantes y disiente de sus fantasías narcisistas. El delirio sustituye entonces a la razón y justifica todos los excesos.
La democracia surge del respeto a la diversidad del pueblo, no de su homogeneización e identificación con falsos profetas, surgidos de comedias frívolas. El autócrata busca el aplauso fácil que surge del espectáculo y de la desinformación.
El nuevo autoritarismo que recorre el mundo es una cepa del virus original de la dictadura que acompaña a la humanidad desde sus orígenes. La mutación actual se caracteriza, con algunas excepciones, porque los tiranos y tiranuelos ya no recurren abiertamente a la represión masiva y al terror.
Los autócratas disfrazados de demócratas acuden a la distorsión de la información y a la simulación de procedimientos democráticos, como el sufragio o el silencio indirecto de la prensa. Los nuevos autócratas disimulan así sus apetitos de monopolizar el poder. Cultivan imágenes de profesionalismo, encubren la censura de la prensa bajo apariencia de órdenes sanitarias y usan la apariencia democrática para minar a la propia democracia.
La modernidad tecnológica ha traído las posibilidades de una ampliación de las oportunidades de expresión ciudadana, pero también ha mostrado cómo puede ser utilizada por déspotas. El autócrata disimulado crea campañas de desinformación para justificar y legitimar guerras, como la invasión rusa de Ucrania, donde el aparato de propaganda del ejército ruso trata de combinar la fuerza brutal con el uso de las redes sociales al servicio del sátrapa Putin (dezinformatsiya).
En sus versiones menos peligrosas, utilizan las posibilidades de democratización creadas por la modernización tecnológica para invadir las redes sociales con troles a sueldo que pretenden deslegitimar las formas de oposición y crítica que les incomodan.
El virus autoritario se ha expandido en olas sucesivas por el mundo, y más allá de sus ataques a la libertad de expresión ha derivado en la transgresión al principio de la división de Poderes, concentrando el Poder legislativo y Judicial en autócratas arbitrarios.
Las cepas autoritarias son diversas de acuerdo con las circunstancias sociales e históricas. En Europa del Este se han vestido de xenofobia; en Rusia de eslavismo, homofobia y defensa de la civilización cristiana; en Nicaragua de muro defensor de la estabilidad y la patria. Los dictadores reales o potenciales siempre inventan un enemigo absoluto para justificar sus desafueros. La mentalidad guerrera solo ve el blanco y negro de la dupla amigo-enemigo; la pluralidad de opiniones y la crítica son encajonadas en el simplista: “Estás conmigo o estás contra mí”.
Las palabras crean el mundo social, y cuando las narrativas del poder se centran en el insulto y la descalificación —no en el argumento y el debate civilizado—, se siembra el germen de la violencia y la polarización que divide.
Cuando la palabra “canalla” y el calificativo de “sicario” son los lenguajes del poder, se introduce en la esfera pública la intolerancia y se legitima la agresión al disidente y al diferente. La intransigencia contamina la vida pública y estimula la persecución de los opositores y de los medios de comunicación.
Si esto es grave cuando se trata de la libertad de expresión de manera genérica, también lo es cuando transitamos por el camino de la libertad de prensa, elemento crucial en la necesaria rendición de cuentas a la que están obligados los gobernantes.
El poder tiende naturalmente a la opacidad, y en las sociedades pluralistas los medios de comunicación hacen posible su transparencia para el que ciudadano juzgue y exija responsabilidad a sus representantes.
Dichosamente, en nuestro país los intentos recientes del Poder Ejecutivo por acallar a los medios de comunicación se han topado con el fuerte muro de la institucionalidad democrática que, gracias a la firme decisión de la Sala Constitucional, ha puesto un límite a la pulsión arbitraria del presidente Rodrigo Chaves Robles.
Los recientes insultos a periodistas y parlamentarios, calificándolos como sicarios, significan un paso más en la peligrosa descalificación de los informadores y de la función constitucional de control político que ejercen los diputados. Equipararlos con asesinos a sueldo equivale a deslegitimar funciones esenciales para la normalidad democrática.
Si el mandatario considera que se han dado infracciones legales, puede acudir a los tribunales para tratar de obtener las reparaciones que considere pertinentes, pero enardecer a la gente, comparando a importantes actores sociales con delincuentes de la peor calaña es muy peligroso, desata pasiones incontrolables al caracterizarlos como enemigos e instaura una dinámica de guerra política verbal de consecuencias desconocidas.
La ruta de la violencia verbal puede conducir a una pendiente riesgosa. El mandatario debe sosegarse, tener paz, aceptar la crítica. Cuando el espíritu se calma, la razón y el diálogo entran en el escenario, los ánimos se aquietan y es más fácil encontrar soluciones conversadas para los grandes problemas nacionales.
El presidente tiene que entender que la democracia no es únicamente electoral, sino también deliberativa.