Costa Rica ya no es “el país de la educación”. Hemos sido alcanzados y superados por otras naciones de la región en escolaridad promedio y, la verdad sea dicha, la calidad de nuestro proceso educativo es muy variable y muy inferior al promedio de nuestro nuevo marco de referencia: las naciones de la OCDE.
El sistema deja sin completar la secundaria a más de una tercera parte de los elegibles y aquellos que sí la terminan lo hacen, en una importante proporción, con alta repetición de años y exclusiones temporales, o recurriendo a mecanismos alternativos como la educación nocturna de adultos o bachilleratos por madurez.
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El sistema presenta una notable mediocridad en la formación de las destrezas, capacidades y conocimientos necesarios para el empleo y la sociedad modernos.
Atrás quedó el MEP de “más maestros que soldados”, reemplazado por “más sindicalistas y privilegios”, y aquella educación maravillosa en que los hijos de los ricos compartían escuela y colegio con los hijos de sus empleados. De hecho, una hipótesis a considerar seriamente es aquella que señala que el deterioro de nuestro sistema educativo empezó justamente cuando los colegios privados se expandieron y segregaron la educación por clase socio-económica.
Claramente hay excepciones de calidad en colegios privados y algunos formatos públicos excelentes —científicos, humanistas, algunos técnico-profesionales, los que han incorporado el bachillerato internacional— pero en general, tal y como se explica en esta edición de EF, la educación básica de nuestro país se deteriora conforme avanzamos de la Gran Área Metropolitana (GAM) hacia las costas y fronteras; y con ella, la oportunidad de nuestros jóvenes de acceder a un título universitario en una carrera profesional de alto valor por empleabilidad y capacidad de adaptarse al volátil y exigente futuro.
Respuesta integral
Las universidades públicas —esas que se reparten un amplísimo FEES en salarios de lujo y privilegios para sus autoridades, docentes y sindicatos— reciben a los estudiantes con base en un sistema que lejos de promover equidad de acceso e igualdad de oportunidades en todos los estratos socio-económicos y regiones del país, está diseñado para concentrar el acceso a las carreras de mayor valor precisamente en quienes vienen de la educación privada en la GAM o de esos pocos colegios públicos excepcionales.
Para las familias, invertir en educación privada en el ámbito rural no garantiza acceso a las universidades públicas y sin bien existen docenas de universidades privadas, éstas tienden a ser muy costosas y de calidad muy variable. Existe otra opción de educación superior que se debe consolidar como camino de crecimiento profesional y movilidad social en la modernización del INA —afortunadamente en marcha en este momento— pero que aún debe trabajar mucho para que los jóvenes y empleadores lo consideren una alternativa de valor a la educación universitaria.
Las universidades públicas deberían invertir una parte creciente del FEES en ofrecer una mejor balanceada oferta de carreras, aumentando la proporción de opciones y cupos en carreras de mayor relevancia para el desarrollo económico sostenible del país.
El acceso a las universidades debe ser revisado de manera tal que, sin dejar de ser un acceso por mérito, éste sea definido por mucho más que un resultado aritmético de competencias. De hecho, las universidades pueden incluir un semestre y hasta un año de nivelación, en que se le den destrezas y conocimientos necesarios a quienes deban fortalecerse para transitar las carreras con éxito. La carrera universitaria promedio en la universidad pública es de más de ocho años, por lo que la inversión de tiempo en nivelación que asegure mayor equidad de acceso podría absorberse sin mayor costo.
Pero la respuesta más integral a nuestros problemas de equidad de oportunidades, disponibilidad de capital humano y capacidad de respuesta a los grandes retos del futuro —temas como la cuarta revolución industrial, la crisis climática, la creciente competencia global, etcétera‒ pasa por el regreso a una educación pública integrada, donde todos los estratos socio-económicos y regiones compartan el mismo sistema en términos de calidad y acceso, y en que las universidades públicas provean espacios de manera equitativa en términos sociales y territoriales, complementadas por un sistema nacional de educación técnica —INA— convertido en un instrumento de formación técnico-profesional de alta relevancia, calidad e impacto en la movilidad social y profesional de sus egresados y en la productividad del país.
Debemos volver a ser “el país de la educación”. Pero esto no se va a lograr haciendo más de lo mismo. El sistema debe cambiar y esto requiere visión, coraje para revisar a fondo el modelo, una política de Estado que trascienda los gobiernos, y un liderazgo renovado, capaz de poner los intereses del país y de los jóvenes por encima de sus privilegios e ideologías.