La contratación de obra por parte de la Administración Pública ha sido desde siempre una fuente eventual de corrupción, dados los cuantiosos recursos involucrados y la posibilidad de favorecimientos indebidos, inducidos muchas veces por la existencia de sobornos o dádivas a cambio de la adjudicación de proyectos millonarios.
En Costa Rica, todavía están frescos en la memoria colectiva los dolorosos hechos que relacionaron a tres expresidentes de la República con las escandalosas contrataciones de la CCSS-Fischel e ICE-Alcatel. Recientemente, América Latina se tiñó de vergüenza por el entramado de sobornos orquestado por varias firmas constructoras brasileñas. La fallida construcción de la trocha fronteriza con Nicaragua evidenció también, como una premonición de lo que acontecería en el Caso Cochinilla, lo que venía sucediendo en los mandos medios del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi), desde hace muchos años y la perniciosa camaradería que se había venido gestando entre funcionarios y contratistas.
Secuela de esta malsana relación que por años se fraguó, fue la concentración de la mayor parte de los montos contratados para la construcción de obras viales, en manos de dos grandes empresas ahora cuestionadas (MECO y H. Solís), tal y como dejó en evidencia un reportaje publicado el pasado 13 de agosto en El Financiero.
Por esa razón, los regímenes de contratación administrativa no deben escatimar esfuerzos ni obviar mecanismos que aseguren que las obras se adjudiquen mediante procedimientos transparentes, en donde se fomente una muy amplia participación y haya una verdadera competencia entre las firmas oferentes, de modo que la Administración pueda seleccionar al mejor postor con base en el precio, la calidad y demás términos previamente establecidos en un cartel hecho público con suficiente antelación. Asimismo, debe haber mecanismos de control –a priori y a posteriori–- que prevengan las acciones ilícitas y un esquema de sanciones severo y efectivo que disuada esas actuaciones y evite la impunidad. Solo así podrá garantizarse que las decisiones administrativas busquen exclusivamente la satisfacción del interés público y que los escasos recursos públicos se inviertan con pulcritud.
Todos esos elementos han sido parte de nuestro régimen de compras públicas –sin mayor éxito– desde hace muchos años, aunque ha de señalarse que en la última década ha habido un relajamiento de los controles, particularmente en el caso de las empresas del Estado que compiten con empresas privadas (banca, seguros, telecomunicaciones) bajo el dudoso argumento de que ello es indispensable para que aquellas logren ser exitosas en el mercado. Asimismo, los criterios de la Contraloría General de la República para intervenir en las decisiones de adjudicación de la Administración activa han sido cada vez más permisivos, con el alegado objetivo de permitirle a las instituciones del Estado actuar con una mayor eficiencia. Esta mayor flexibilidad, sin embargo, debe necesariamente venir acompañada con mucho mayores grados de responsabilidad y consecuencias muy drásticas para aquellos que violen o abusen de las reglas.
Ese debe ser el caso de las empresas constructoras y los funcionarios involucrados en la malversación de fondos, dádivas y prácticas colusorias que aparentemente se han venido dando en torno a la obra pública a cargo del Conavi-MOPT –entre otras instituciones–, y que las investigaciones del Organismo de Investigación Judicial dieron crudamente a conocer hace algunas semanas, revelando supuestas licitaciones amañadas entre autoridades y oferentes, y también entre las mismas compañías concursantes. Este entramado habría dado lugar a una excesiva concentración de la obra pública en unas cuantas empresas nacionales, con exclusión de la competencia externa y de la participación de empresas de menor tamaño.
Respetando el principio de presunción de inocencia y las reglas del debido proceso –característicos de cualquier Estado de Derecho–, lo cierto es que el régimen sancionatorio que contempla la legislación para evitar las prácticas corruptas en la contratación pública debe aplicarse con sumo rigor, tanto en sede administrativa como en sede penal. Igualmente, deben aplicarse con severidad las regulaciones atinentes a la promoción de la competencia y que pretenden evitar arreglos entre empresas competidoras en detrimento de los consumidores y, en este caso, de la Administración Pública y de los contribuyentes, quienes somos los que finalmente terminamos pagando las consecuencias de actos tan reprochables.
Pero también deben las autoridades judiciales y administrativas actuar con celeridad. La sensación de impunidad que se proyecta ante la ausencia de sanciones efectivas y oportunas solo da lugar para el cinismo y el desencanto y, peor aún, a un estado de resignación que deteriora aún más la poca credibilidad que la ciudadanía tiene ya en la institucionalidad y en el acatamiento de la ley. He aquí una de las causas de nuestro rezago en infraestructura y de la pérdida de competitividad del país y una oportunidad para sentar un ejemplarizante precedente.