Es inaceptable el grado de improvisación e ineptitud del gobierno en el manejo de la Educación Pública, un tema tan crucial para el futuro del país y el bienestar de los costarricenses.
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Durante muchas décadas, la calidad y alcance de nuestra educación fue motivo de orgullo para los costarricenses. En el país ha existido un consenso generalizado al reconocer que aquella es un pilar fundamental para garantizar un desarrollo económico y social equilibrado, que abra oportunidades para todos y permita el ascenso de amplios sectores de la población. Tanto es así que desde el Siglo XIX se aseguró que esta fuera gratuita y obligatoria; que, con la abolición del Ejército, en 1949, se pudieran redireccionar importantes recursos en su favor; y que en el 2011 se reformara la Carta Magna para que por mandato constitucional se deba destinar un 8% del Producto Interno Bruto a la educación pública, incluyendo la técnica y la superior, provocando que entre ese año y el 2019 el presupuesto en educación creciera sostenidamente.
Lo anterior —junto con otros hitos relevantes— nos permitió asignar uno de los porcentajes más altos del gasto público entre los países miembros de la OCDE en el sector y alcanzar altas tasas de alfabetización e importantes grados de inclusión y equidad social. Asimismo, la preparación y adaptabilidad de nuestra fuerza laboral se convirtieron en uno los factores determinantes para la atracción de la inversión extranjera, el desarrollo de innovadores conglomerados productivos y el incremento de la competitividad.
Con todo, desde hace varias décadas la educación empezó a dar signos de un importante deterioro: una infraestructura muchas veces calamitosa, la pobre capacitación de nuestros educadores, las limitaciones del programa de inglés como segundo idioma, la alta deserción en secundaria, los abusos de algunos privilegios universitarios, las discrepancias entre la oferta educativa y las demandas del mercado laboral y el fracaso de nuestros estudiantes en las pruebas PISA, para culminar con los nocivos efectos del apagón educativo producto de la pandemia de la covid-19, son muestra de esa realidad. Es decir, pese a los cuantiosos recursos asignados, los resultados están lejos de ser los esperados.
La situación ameritaba una intervención inmediata de este y los anteriores gobiernos y la adopción de medidas de urgencia para retomar el rumbo, establecer prioridades y fijar un plan de acción efectivo. Por ello, resulta desconcertante escuchar que la ministra de Educación, Anna Katharina Müller Castro, todavía hoy pida doce meses más para concretar la llamada “Ruta de la Educación” o, lo que es lo mismo, que el plan de trabajo de su cuatrienio se dé a conocer a solo unos cuantos meses antes de que termine el mandato del presidente Rodrigo Chaves. A lo anterior debe sumársele la arremetida y violento estrujamiento presupuestario del que está siendo objeto el sector educación por el actual gobierno.
Nadie puede negar que, pese a la reforma tributaria del 2018, el país sigue teniendo restricciones presupuestarias con ocasión de la deuda pública que hay que atender. Tampoco estamos abogando por un manejo irresponsable de las finanzas públicas exigiendo gastar más de lo que la presión fiscal permite. Pero es inaceptable el grado de improvisación e ineptitud del gobierno en el manejo de un tema tan crucial para el futuro del país y el bienestar de los costarricenses.
Por un lado, al gobierno debió llegarse con un conocimiento profundo de los problemas que se enfrentaban, un conjunto de soluciones suficientemente digeridas y una idea clara de lo que había que hacer desde el primer día de trabajo —los atrasos y excusas expresados por la jerarca a lo largo de su gestión para no dar a conocer su famosa ruta no son de recibo y solo demuestran su falta de preparación—. Por el otro, la constante confrontación y generación de conflictos con las contrapartes al punto de que, por primera vez en la historia, el Poder Ejecutivo no haya podido llegar a un acuerdo con las universidades, solo refleja su ineptitud para dialogar, convencer y llegar a acuerdos razonables, destrezas imprescindibles en el arte de gobernar.
La educación es demasiado importante como para no saber salir a rescatarla. Esta debe volver a tener un lugar prioritario en las políticas públicas. Nuestros niños y jóvenes se lo merecen. El gobierno tiene el deber de ponerse a trabajar y proponer soluciones.
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