Hay que ver que, a pesar de lo vilipendiadas que son, las falacias tienen un no sé qué tan sexy, que resultan indispensables cuando se quieren vender ideas para las cuales no se cuenta con argumentos.
En primer lugar, hacen lucir al usuario como intelectual. Un manejo sistemático otorga además una soltura señorial, casi una marca personal.
Un segundo atractivo surge cuando se acompaña de datos, no importa si son ciertos. Mejor aún si las cifras llevan al menos un decimal, de preferencia el 4 o el 6, cualquier afirmación pasa la prueba de la verdad.
Pero el encanto más apreciable de ellas es su impacto emocional. Una falacia bien usada, elegante, y con la modulación de voz correcta, se convierte en clásico de oratoria.
Una ventaja de las falacias es que pocas veces enfrentan majaderos que andan por ahí, y lo cuestionan todo. Si los oyentes captaron el mensaje, la falacia cumplió su misión.
Dos ejemplos. Si un país cree que un gobernante es malo, cualquiera de sus ministros hereda esa tara, por lo que no importa la calidad de su trabajo, atendiendo pandemias o infraestructura olvidada. Su trabajo tiene que haber sido malo también (sería irreverente opinar lo contrario, según mi socio).
Otro: alguien hace un estudio que demuestra que muchas personas tienen deudas, y como conocemos gente con problemas para enfrentar sus obligaciones, ergo, todos los que tienen deudas también tienen problemas de pago. La solución es devolverles (a todos) parte de lo que han acumulado para su pensión, porque (y esta la parte más emotiva de la falacia), la usarán para pagar o amortizar sus deudas. No se puede negar que es una falacia memorable, casi empática.
En suma, su plasticidad encierra un discreto encanto que disimula su cinismo, un atractivo lujurioso sin llegar a lo vulgar, y gozan de un linaje que ahuyenta su iniquidad.