Como ha sido robustamente documentado en las últimas décadas, la educación es una inversión que genera amplísimos beneficios tanto para las personas como para la sociedad. Una buena educación mejora las oportunidades laborales de largo plazo que suelen estar asociadas con mejores ingresos.
Se estima que cada año extra en secundaria y universidad representa, en promedio, un 10% de aumento en el salario promedio. Además, es bien sabido que aquellos países con poblaciones altamente educadas suelen tener mejores niveles de competitividad y menores conflictos sociales, entre otros beneficios.
A lo largo de los años, la educación privada ha sido vista como el medio a través del cual los estudiantes pueden escalar a niveles académicos superiores que les permitan dominar un segundo idioma, manejar tecnologías de primer nivel y desarrollar una serie de habilidades necesarias en los mercados laborales del siglo XXI. No es de extrañar, por lo tanto, que muchas familias costarricenses opten por la educación privada como la alternativa formadora de sus hijos e hijas con la esperanza que el esfuerzo monetario realizado se traduzca en el largo plazo en la promesa de beneficios que la educación suele acarrear.
Los reportajes especiales preparados por El Financiero este año brindan un panorama rico en datos y análisis sobre la educación secundaria privada en Costa Rica que permiten sopesar estas expectativas y reflexionar en al menos tres aspectos.
La primera reflexión nos habla del costo mismo de la colegiatura mensual. La información presenta un rango de tarifas que va desde los ¢55.000 hasta los casi ¢850.000 por mes y en el medio una amplia gama de valores. Ciertamente la carga financiera de una colegiatura privada es densa para los ingresos familiares nacionales. Para una familia de tabla media en el rango de ingresos —unos ¢780.000 según la Enaho 2023—, el costo por mes de un colegio cuyo pago sea de ¢250.000 representaría un tercio de su ingreso por estudiante. A esto hay que sumar esos gastos asociados a matrícula, transporte, alimentación, libros, actividades sociales y otros rubros que acompañan al pago principal. Además del cálculo necesario para tomar la decisión, cabe recordar que esta inversión debe pensarse en al menos cinco años de secundaria, misma que podría extenderse a los 13 años si se contempla una matrícula desde maternal.
En un segundo lugar, llama la atención que no siempre los montos más elevados se relacionan con los mejores resultados —con respecto a promedios institucionales de sus estudiantes en las pruebas de admisión de la UCR, TEC y UNA; que cada año recoge este medio—. Si bien hay determinada conexión entre costo y puntaje, lo cierto es que está lejos de ser una relación estrecha y más bien es posible encontrar muchas historias de colegios con mensualidades moderadas y alto puntaje que se entremezclan con aquellos con montos superiores pero notas más reducidas. Esta información se convierte, en ese sentido, en una pieza sugerente para que las familias vayan más allá del costo a la hora de analizar calidad educativa y sopesen otros factores más relacionados con la historia del colegio, la formación de los profesores y el currículo ofrecido. La ausencia de un sistema de evaluación de desempeño de los centros educativos obliga a las familias a ser más cuidadosas en la búsqueda de información sobre sus inversiones educativas.
Un tercer y último pensamiento rescata la positiva relación que parece existir entre determinados programas (como el bachillerato internacional; BI) y las posibilidades de estudiar fuera del país. Las primeras ideas emanadas del reportaje permiten ser optimistas sobre el significativo valor agregado que un modelo como el BI podría estar brindando a sus estudiantes y las opciones de crecimiento académico en distintas universidades del mundo. Pareciera que el llamado es a buscar una ampliación del modelo por entre más centros educativos. Para los estudiantes que tienen esta oportunidad, las posibilidades de crecer en la escala académica y laboral son enormes. Aunque permanece la duda de si esta ‘exportación’ de jóvenes que emigran para cursar la universidad se traduce o no en ‘fuga de talento’ a plazo indefinido.
Emergen dos retos para el país. Por un lado, que todo ese conjunto de estudiantes que acceden a la educación universitaria exterior regrese a contribuir con el desarrollo nacional. Salarios y condiciones de trabajo determinan en gran medida esas decisiones. Segundo, avanzar hacia un sistema educativo que emule las características del BI de forma que lo que es hoy un fenómeno recurrente en un segmento de familias costarricenses se convierta en la norma para un porcentaje representativo de nuestros estudiantes.