La producción de conocimiento ha alcanzado velocidades inéditas para la humanidad. Todo apunta a que este ritmo se acelerará. El proceso es una sinergia: las nuevas tecnologías posibilitan la generación de más datos que a su vez abren paso a la innovación tecnológica.
Los expertos en un tema muy especializado encuentran difícil mantenerse al día. Claramente, el currículo escolar tampoco puede mantener este ritmo.
La tendencia que ha prevalecido de “atiborrar” los planes de estudio con contenidos, no ha logrado que se aprenda más cantidad –o mejor—. Esta práctica pierde sentido frente al proceso gradual de democratización que ofrecen las tecnologías digitales para la información y además la vertiginosa pérdida de vigencia del conocimiento.
La única salida es “esencializar” el currículo, es decir, seleccionar sus componentes cardinales, por ejemplo priorizando los conceptos y no los datos, en particular cuando estos últimos se brindan desintegrados o desconectados.
Aprender los conceptos que conforman los fundamentos de las disciplinas básicas le da al estudiante elementos sólidos para comprender mejor la disciplina, y en términos generales se promueve “el aprender a pensar”, un objetivo trascendental de la educación. De esta manera es como se hace la transición de menos contenidos a más capacidades y consecuentemente a mayores niveles de abstracción.
Esta tarea de selección cuidadosa de “¿qué enseñar?” (en otro momento podemos hablar del cómo) demanda un dominio profundo de la disciplina por parte del educador (menos contenidos no significa que se deba estrechar o menguar el currículo). Esto nos lleva al tema de la formación docente: es imperioso garantizar su calidad, que en nuestro país está en tantas manos, con tan poca selección y criterio.
Finalmente, despejar los planes de estudio daría a los estudiantes más tiempo para explorar, imaginar y crear. Estas son actividades fundamentales para el desarrollo de sus talentos y vocaciones.