Es probable que nunca hayamos reparado en el valor simbólico de una puerta cerrada. Que nos puede recordar el fatídico sentido de lo desconocido, el vulgar recelo de la debilidad humana ante lo no controlado. O tan solo la paciente virtud de apreciar el momento que nos habrá de deslumbrar con el sorpresivo mensaje de la novedad no vivida.
Me refiero a la puerta que cierra un ciclo laboral, y nos sumerge en la grata espera de un mejor futuro, con todos los riesgos que se asoman ante un optimismo explicable, que nos aleja de un mar calmo, para conocer el nuevo puerto.
Puede ser esa puerta que, sin saberlo, se abre y nos descubre el amor que tanto esperábamos de tiempo ha, sin avisos ni cortesías, sin preámbulos ni protocolos. Que nos mira sonriente y nos saluda, como queriendo decir “ya te esperaba”.
O quizás la puerta que resguarda el cuerpo silencioso del amigo-hermano que se fue, querido y apreciado, a quien tal vez nunca le dijimos cuánto significaba, y ahora solo es eso: un cruel espacio que se desvanece por un pasaje etéreo e incomprensible.
Algunas puertas son el traslúcido recuerdo de un amor que no fue, que pudo ser pero no convino, porque los dioses pueden ser odiosos y mal educados, que se ensañan por el simple placer de ser lo que son.
Las hay de igual forma para separar la enfermedad de la salud, que aísla nuestros quebrantos físicos de la dependencia sabia de los médicos, y la misma que nos recuerda la llegada milagrosa que fue de nuestros hijos.
Son puertas que esconden también la historia de mensajes cifrados, de promesas inventadas, de políticos sin escrúpulos, que noche a noche forjan la matanza de las esperanzas de mi gente, de cánticos cargados de cinismo, de burlona empatía, de escasa sensatez. Son puertas que mejor nunca se hubiesen abierto jamás...