Madrid. Tras unos desconcertantes meses en los que Donald Trump pareció arremeter contra la arquitectura institucional internacional nacida en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, diríase que el statu quo reemerge. Pero no es momento para la complacencia: el orden mundial liberal sigue amenazado. La sociedad civil tiene que asumir su responsabilidad.
Llegan noticias alentadoras desde Washington.
Todo apunta a que el ultranacionalista Steve Bannon, jefe de estrategia de Trump, quien se erigió en los primeros momentos en auténtico valido, está perdiendo influencia y podría incluso ser apartado por completo del círculo de confianza.
Mientras, el hasta ahora huidizo y marginado Rex Tillerson se dibuja como sombra del presidente y el cuestionado Michael Flynn ha sido sustituido en el fundamental cargo de asesor de seguridad nacional por el respetado H.R. McMaster.
La Casa Blanca parece enfilar un orden. El recreo parece haber terminado.
Y este giro tiene traducción en la ejecutoria de gobierno. Podría significar que la administración Trump ha entendido que no puede diseñar una política exterior centrada solo en intereses internos, definidos estos, además, de forma restrictiva y roma.
Así, con el lanzamiento de misiles crucero sobre Siria en respuesta al último ataque con armas químicas a la población civil por parte de Bashar al Assad –aunque este acto sea más demostración de fuerza que precursor de una estrategia sustantiva–, Washington no ha hecho sino recurrir al manual de prácticas del expresidente Clinton.
Por otra parte, la agresiva retórica de Trump hacia China se ha visto superada por las preocupaciones compartidas sobre Corea del Norte.
Pasado el momento de embeleso presidencial con Putin, Rusia ha sido retornada, al menos ante los medios, al anterior rol de amenaza de Occidente.
Entretanto, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), piedra angular de nuestra seguridad, ha resucitado de la obsolescencia a la que había sido condenada por un tuit trumpiano.
Por lo tanto, el cielo no se ha desplomado sobre nuestras cabezas. Pero por el momento no cabe lanzar las campanas al vuelo.
Vivimos tiempos confusos y, si bien los elementos sobre los que reposaba el orden mundial –multilateralismo, libre comercio, alianzas duraderas e incluso el esporádico diseño unilateral de políticas por parte de Washington– siguen hoy presentes, falta la amplitud de miras, el impulso que los guió: la convicción de que la libertad, la democracia y el Estado de derecho son los mejores fundamentos para la paz y la prosperidad.
El liberalismo se ha ido descarnando a medida que se identificaba con la economía y el mercado, e ignoraba los condicionantes de la nueva realidad del mundo; en términos aristotélicos, a medida que todo lo fue invadiendo la lógica (logos) mediante el uso del lenguaje de la ética (ethos) y la contención de la pasión (pathos).
Hoy la pasión es un arma imprescindible en política, pero son los enemigos del liberalismo quienes mejor la empuñan.
Marine Le Pen, eficaz propagandista donde las haya, en una simplificación falsa pero atractiva, remacha que la globalización y las instituciones sobre las que esta reposa serían sauvages .
El nacionalismo y el identitarismo, pese a su gran volatilidad, se han convertido en catalizadores de emociones federadoras: la nostalgia y el sentimiento de pertenencia.
La revitalización del orden global puede y debe abordarse desde la sociedad civil. La tarea se centra en la diseminación de los principios y los valores liberales; que nuestra sociedad los abrace activamente y como suyos los defienda.
En definitiva, tenemos que encarar que una parte creciente de la población reniega explícita, implícita o tácitamente de los fundamentos intelectuales de esta doctrina; y asumir que la defensa del orden internacional liberal no ha sabido trascender en estos tiempos convulsos su rígido corsé intelectual.
Para sobrevivir como marco de referencia de las relaciones internacionales, los valores del liberalismo deben encarnarse en la sociedad.
Sin menospreciar la lógica y la ética, es preciso encontrar otra conexión con los ciudadanos. Armar un programa que no solo sea razonable, sino que conmueva. Que hable al corazón desde la cabeza. Sin falseamientos, sin edulcorar las dificultades que tenemos pendiente abordar de frente y por derecho. Y difundirlo, no entre los convencidos, sino entre los escépticos.
Es lo que ha hecho Emmanuel Macron en Francia.
No ha recurrido a apropiarse de argumentos del populismo revistiéndolos de racionalidad, como sí vimos hacer en la campaña holandesa. Además, por difícil que le haya resultado en algunos momentos, sin duda, la defensa sin ambages de Europa, ahí está su rotunda llamada a la refundación del proyecto común, “cette Europe qui protège”, en su discurso de victoria del domingo 23 de abril. Y, sobre todo, ha creado ilusión, ha dibujado un futuro posible.
Por mucho tiempo, las virtudes del orden internacional se han promovido desde la autocomplaciente comodidad de intelectuales cámaras de eco.
Hoy, es preciso salir, bajar a las trincheras de la sociedad. Solo si la sociedad se moviliza, superaremos el tacticismo actual.