Recientemente el Gobierno anunció la simplificación de 119 trámites como parte de su agenda de reactivación económica frente a los efectos del Covid-19.
El esfuerzo, aunque válido, desde ya se augura insuficiente. Desde que asumió el poder, el Gobierno ha emitido tres directrices dirigidas a simplificar trámites y levantar obstáculos para que los ciudadanos y empresarios puedan realizar su actividad de forma más ágil y así mover la economía.
Sin embargo, el impacto real de esas medidas ha sido francamente pobre.
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Desde hace décadas y hasta la fecha, el Foro Económico Mundial, la OCDE, el Banco Mundial, la Contraloría General de la República (CGR), el Programa Estado de la Nación, cámaras empresariales, emprendedores, multinacionales, sociedad civil y hasta el propio Gobierno han venido advirtiendo el impacto negativo que tienen las regulaciones excesivas en la productividad y en la economía del país.
La razón de este persistente fracaso es cultural e ideológica. El nuestro es un Estado interventor, burocrático y desconfiado; siempre lo ha sido. Nuestros funcionarios, en gran parte, son legalistas y reticentes al cambio.
Por otro lado, la gran mayoría de municipalidades e instituciones descentralizadas defienden a ultranza su “autonomía” para abstraerse de las directrices del Gobierno y dictar sus propias reglas.
Las regulaciones y los trámites están meticulosamente diseñados para obstaculizar la libertad de empresa y la autonomía de las personas.
El empresario es retratado como el enemigo del que hay que desconfiar, y es por esa desconfianza que antes de mover una piedra tiene que pedirle permiso a papá Estado.
Con todo, la grave crisis económica que se avecina nos exige abandonar esta anacrónica técnica de intervención y control previo.
En su lugar, el Gobierno debe apostar por una regulación Inteligente de las actividades económicas y por una política moderna de mejora regulatoria, que permita asentar la confianza en las relaciones Estado-sector privado.
Los componentes de esa regulación inteligente son: la instauración del control posterior mediante declaración jurada como regla general, la digitalización de trámites y Gobierno Digital, la proporcionalidad de las regulaciones y el fortalecimiento de los análisis de impacto normativo.
Mediante el control posterior, el ciudadano simplemente declara bajo fe de juramento que cumple los requisitos y condiciones legales para ejercer una determinada actividad, de manera que, con solo presentar la declaración ante la institución correspondiente, puede iniciar su actividad o ejercer su derecho.
Control posterior
El Estado mantiene sus potestades para controlar, ex post, mediante verificación documental o inspecciones en sitio, si efectivamente el ciudadano cumplió. De no ser así, se expondría a la suspensión inmediata de su actividad y a sanciones económicas y penales.
La lógica de esta modalidad es que los costos de la regulación los asuma quien los genera. Si el Estado es burocrático, lento e ineficiente al otorgar permisos y licencias, o exige condiciones irrazonables y desproporcionadas, no debe ser el ciudadano quien asuma los altos costos económicos de dichas ineficiencias. Para construir confianza, hay que permitir al empresario autorregularse.
Está claro que las directrices del Gobierno no han tenido el impacto esperado y es posible que esta última tampoco lo tenga.
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Lo que Costa Rica requiere es una ley integral de mejora regulatoria que comprenda todos los elementos previamente indicados y sirva de vehículo para romper el paradigma de la ‘regulitis’ y sembrar una nueva cultura regulatoria.
Esta ley debe declarar de interés nacional la mejora regulatoria e imponer a toda la administración pública (incluidas, por supuesto, las municipalidades), la obligación de sustituir los permisos por declaraciones juradas en la mayoría de actividades económicas.
El otro componente de esta regulación inteligente es la digitalización de trámites. En un informe de la CGR, de noviembre de 2019, se encontró que solamente 56 de las 321 instituciones utilizan el Catálogo Nacional de Trámites, y que la calidad de la información allí contenida es deficiente.
El Gobierno debe crear una plataforma electrónica única y centralizada que agrupe la totalidad de trámites e instituciones públicas, para que cualquier persona pueda realizarlos en línea. El sistema SICOP, utilizado para compras públicas, es el ejemplo más claro de que una plataforma centralizada y 100% digital sí es posible.
La digitalización es apenas una arista de una política general de Gobierno Digital. La posibilidad de que la población interaccione con el Gobierno de forma electrónica y acceda a toda la información pública que se produce en tiempo real, coadyuvaría no solo al ahorro, al escrutinio, el control y la transparencia, sino que dotaría de confianza a la relación Estado-Sector Privado.
Por último, toda regulación debe ser proporcional a la actividad regulada y a los resultados deseados. La cantidad y naturaleza de los requisitos solicitados deben ser adecuados al riesgo que implica cada actividad económica y cada empresa.
En todo caso, antes de crear nuevos trámites, el Estado debe abogar por una regulación de resultados o principios, fijando las metas de interés público pretendidas y dejando al ciudadano o empresario elegir los métodos y alternativas para conseguir tales fines.
Estamos a un paso de incorporarnos a la OCDE, pero también a un paso del precipicio económico. Para mejorar la calidad de vida de las personas, reactivar la economía y generar empleo, el Estado debe dejar atrás su manía de control y tenderle la mano a la empresa privada. El país ya no aguanta.