Se dice que una generación inicia cuando sus jóvenes arriban a edad laboral, y termina cuando los hijos de estos llegan a esa misma edad. Para mis contemporáneos, la generación de nuestros padres abarcó de mediados de los 40 hasta inicio de los 80 del siglo pasado. La nuestra inició en ese punto y se extendió hasta poco antes del 2020. Nuestros hijos ya iniciaron su generación.
Pero ¿qué país recibimos de la generación anterior, y cuál estamos legando a la que empieza?
La generación de los 40
Nuestros antecesores inician cargando las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, la mayor conflagración del último siglo, y localmente la guerra civil de 1948 con su grave incidencia social y económica. Iniciando los 40, la esperanza de vida del costarricense promediaba 46,9 años, el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita apenas $286, el analfabetismo 27% y la pobreza 50%.
Había una economía de subsistencia que solo exportaba café y banano. En aquella población, cercana a 600.000 personas, abundaban los descalzos; sin derechos sociales ni laborales, un promedio de 2,7 médicos por cada 10.000 habitantes y sin voto femenino. Aunque comenzaron con casi todo en contra, fue una generación que realizó cambios trascendentales, dotando al país de garantías sociales, económicas y políticas. Se consolida la democracia, se fortalece la educación en todos los niveles, se crea la universidad (la de Santo Tomás, había cerrado en 1888). Se universaliza la salud, se aprueban leyes laborales, se crean regímenes de pensión y se elimina el ejército. Esa generación amplió la red vial, los servicios públicos, construyó puertos, aeropuertos y un sinnúmero de obras que siguen siendo la base de nuestra movilidad actual. Incluso la carretera de circunvalación inició en esa generación. Tal transformación hizo necesario desarrollar una importante red institucional.
En el campo económico, con la expansión del crédito y la frontera agrícola gracias al desarrollo de vías y comunicaciones, se amplían los productos para el mercado interno y externo. Para 1960 la exportación ya incluía cacao, azúcar y carne; y en los 70 también frijol y algunos bienes industriales. Previendo las exigencias de una población creciente, se decide promover la actividad industrial a través de un modelo de sustitución de importaciones, consistente en imponer altos aranceles a la importación, y facilidades de crédito bancario, creando un mercado cautivo para la naciente industria.
El Estado también se aventuró a crear empresas con las mismas prerrogativas. La apuesta no rindió el fruto esperado. Hacia finales de los setenta, tanto el Gobierno como las empresas públicas y privadas habían acumulado un endeudamiento externo insostenible. Además, demostraron incapacidad para competir sin los altos aranceles de los que habían usufructuado por años. Todo esto condujo a una profunda crisis que estalló justo en la parte final de dicha generación (1980). Con esa caótica coyuntura económica comenzó a bregar nuestra generación.
La generación de los 80
Resolver el impago de la deuda externa y enterrar las empresas en quiebra nos tomó una década y pérdidas multimillonarias. Atinadamente se habla de “la década perdida de la crisis de deuda externa”.
Nuestra generación tiene el mérito de que, pese a los difíciles años de crisis, supimos mantener la democracia, y así la hemos entregado a la actual generación. Sin embargo, todo aquel ecosistema institucional que nació y cumplió con las demandas de la sociedad en la generación anterior, en la nuestra se deterioró, perdió eficacia ante el reto de atender una población multiplicada.
Muchas entidades se politizaron, se burocratizaron, se volvieron un fin en sí mismas. Le dieron vuelta al rótulo como se dice popularmente. Al no lograr su modernización o su re-expresión para seguir cumpliendo sus objetivos en entornos más complejos, se anquilosaron, y parsimoniosamente hemos visto cómo el costo de su sostenimiento aumenta, no así su beneficio social.
Irresponsablemente nos resistimos a reestructurar fondos de pensión que se proyectaban insostenibles, o simplemente capamos dinero del fondo de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM) de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) para disfrutarlo en nuestra generación con pensiones juveniles, condenando a nuestros hijos a subir cotizaciones y alargar su edad de jubilación. Aun así, los dejamos sin esperanza de una pensión medianamente decente en su futuro. Y todos fuimos parte, por acción u omisión. No escapa gobiernos, ni partidos, ni gremios, ni organizaciones sociales. Todos conformamos esa generación, en lo bueno y lo malo.
La generación de nuestros hijos ya va en curso. Nosotros, de salida. La generación de nuestros padres arrancó con un mundo en llamas y, a mi parecer, lo hicieron bien. ¡Chapeau! Cierto, que en la parte final nos entregaron la brasa de una crisis económica que costó sangre, sudor y lágrimas superar. Pero a esta nueva generación estamos heredando una Costa Rica con hondas heridas: violencia, narcotráfico, desigualdad, desesperanza, pérdida de valores, de identidad, de cultura, con mala formación educativa y humana. ¿Estará esta nueva generación a la altura de los retos que se ciernen sobre el horizonte? Ellos tienen la palabra.
El autor es economista.