De acuerdo con el último Índice de Competitividad Global publicado por el World Economic Forum (WEF), Costa Rica presenta un importante rezago en infraestructura cuando se compara con los países con la mejor infraestructura, siendo Singapur el mejor calificado. En efecto, de acuerdo con dicho Índice, ocupamos el lugar 62 en infraestructura, 117 en calidad de carreteras, 77 en aeropuertos y 79 en puertos, si nos comparamos con los 141 países calificados.
La razón de este evidente rezago queda explícita cuando se comprueba que, si bien el Plan Nacional de Transportes 2011-2035 preveía que la inversión en infraestructura debía ser de 2,45% del PIB entre 2011 y 2018 e incrementarse a 3,99% entre 2019 y 2035, las cifras reales de inversión indican que, en promedio, durante los años 2011 a 2017, se invirtió un 1,14% del PIB y, a partir de 2018, en promedio se ha invertido solamente un 0,965%, que es casi una cuarta parte de la cifra que debería haberse invertido entre el 2018 y el 2019 (3,99% del PIB).
Las anteriores no son solo cifras o posiciones en un ranking, sino un problema real que tiene consecuencias directas en la competitividad del país y en la economía de sus habitantes. En este sentido, resulta de suyo esclarecedor que, de acuerdo con el Programa Estado de la Nación, el costo de la pérdida de tiempo de los trabajadores en las presas del Gran Área Metropolitana representa el 4,3% del producto interno bruto (PIB), de lo cual resulta que cada habitante del centro del país gasta en promedio entre $2.000 y $3.000 al año en presas.
Ahora bien, si ya Costa Rica presentaba un grave problema de déficit fiscal y altos niveles de endeudamiento de previo a la crisis desatada por la pandemia, ¿cómo será ahora que la COVID-19 consumió lo poco que nos quedaba de nuestro exiguo presupuesto para invertir en infraestructura? Evidentemente, el Estado costarricense no está en capacidad de proveer las obras de infraestructura y servicios públicos de alta calidad que con premura se requieren. Ante este escenario, ¿qué alternativas tenemos?
Pues bien, precisamente para solucionar estos problemas es que surgieron las asociaciones público-privadas (APPs), como una tercera vía de colaboración y sinergia entre el gobierno, la sociedad y el mercado.
En efecto, un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo ha determinado que cerca del 90% de la carga de contenedores se transporta por medio de puertos desarrollados por medio de APP y que esta participación privada ha elevado la eficiencia y la productividad de los puertos, reduciendo los costos de transporte y aumentando el comercio y la competitividad. Asimismo, se estima que tres de cada cuatro pasajeros de avión utilizan aeropuertos operados por medio de esquemas de APP y, en el caso de carreteras, se estima que la rehabilitación y mantenimiento de carreteras desarrolladas por medio de APP son entre un 25% y 30% más bajos que en la contratación tradicional.
Pero ¿qué son las famosas asociaciones público-privadas de las que tanto se habla? La asociación público-privada es un auténtico “concepto paraguas” que se utiliza para identificar cualquier técnica de desarrollo y financiación, pública y privada, de infraestructura y/o servicios públicos, que implique una importante financiación de ambos sectores. No se trata de una figura monolítica, pues no existe un modelo único, sino que en la práctica varía atendiendo a las circunstancias concurrentes y a las necesidades de interés público.
Por ello, a nivel internacional recibe múltiples denominaciones, según el país de que se trate: Private Finance Initiative (PFI) en Gran Bretaña; Public Private Partnerships (PPP) en la Unión Europea, India, Sudáfrica, Canadá y Australia; Partenarias Public-Privé también en Canadá; Contracts de Coopération Public-Privé en Francia; Parcerias Público-privadas en Portugal, Brasil y Angola; Contrato de colaboración público-privada en España; Contrato de participación público-privada en Argentina; y Asociaciones Público-Privadas en varios países de Latinoamérica como Chile, México, Perú, Colombia y Costa Rica.
Con todo, lo particular en este tipo de contratos es que el Estado transfiere la mayoría de los riesgos al sector privado, con lo cual quien financia, diseña, construye, opera y mantiene la obra es el socio privado. Ello hace, sin duda, que el mayor interesado en que el proyecto funcione de manera óptima sea el privado, pues de ello depende el retorno de su inversión. Se alinean así, el interés privado del socio privado con el del proyecto y, por tanto, con el interés público involucrado, que lo que busca es satisfacer el derecho fundamental de los usuarios al buen funcionamiento de los servicios públicos. Pero, además, contrario a lo que algunos malintencionados quieren hacer creer, en todas estas asociaciones público-privadas el Estado percibe cuantiosos cánones, que usualmente corresponden a importantes participaciones sobre los ingresos del proyecto.
En Costa Rica –a pesar de la inexplicable reticencia a la figura, aún con las desesperantes necesidades de infraestructura que tenemos– existen ya varios ejemplos exitosos de APPs como el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría, el Puerto de Caldera, la Ruta 27, el Aeropuerto Internacional de Liberia y la Terminal de Contenedores de Moín.
¿Qué sería de Costa Rica sin estas obras? Pues bien, es claro que, si no fuera por las APPs, con seguridad rayana en la certeza seguiríamos anclados en aquel aeropuerto de tercer mundo que nos recibía con vetustas sillas de plástico más propias de un balneario que de una terminal aérea, viajando por el Aguacate o Cambronero, o bien, sin posibilidad alguna de que vuelos internacionales llegaran directamente a la zona que más turistas extranjeros visitan como es Guanacaste.
En definitiva, ante la discordancia fatal entre lo que se le exige al Estado y lo que realmente puede hacer, toca desprendernos de los lastres ideológicos y aceptar, de una vez y por todas, que la colaboración de los privados es esencial si es que queremos algún día dejar de ser una economía emergente. Las APPs, cómo no, deben estar en el corazón mismo de la recuperación de la crisis desatada por la pandemia de la COVID-19 y ayudarnos, en un futuro cercano, a cerrar la brecha de infraestructura que tanto daño hace a la competitividad del país.
El autor es Socio de la firma BLP