La pandemia por Covid-19 y las políticas públicas implementadas para tratar de paliar sus efectos impactaron las vidas de todas las personas, pero de algunas más que otras. Por ejemplo, el aislamiento social fue particularmente duro para adultos mayores, niños y adolescentes. Por su parte, las mujeres afrontaron dificultades desproporcionadas en varios aspectos, lo cual se conoce como “sanciones de género”.
Las tasas de violencia machista aumentaron. Este grave problema social afecta la integridad física y emocional de las mujeres y les impone un gravamen económico: las víctimas de violencia tienden a trabajar menos horas, a ausentarse más y, cuando trabajan, su productividad es menor; ello se traduce en menos ingresos e incluso en despidos. A largo plazo, la alta incidencia de violencia doméstica tiende a reducir el número de mujeres en la fuerza laboral, así como sus tasas de educación y formación. Además de diversas externalidades negativas que la violencia produce sobre las víctimas sobrevivientes, sus familias y sus comunidades también genera altos costos al Estado.
Sin contar que constituyen la mayoría del personal de atención sanitaria, durante la pandemia las mujeres tuvieron que asumir una carga desproporcionada de labores dentro de las familias, como el cuido y el apoyo educativo. Una de las consecuencias de este recargo de obligaciones fue el retroceso en la paridad de género. Según el Reporte Global de Paridad de Género del Foro Económico Mundial, el plazo promedio en que el mundo cerrará la brecha de género son 132 años —antes de la pandemia eran 100—. Latinoamérica, la tercera región más avanzada después de Norteamérica y Europa, tardará 67 años en alcanzar la paridad. Costa Rica es el segundo país más paritario de la región. Sin embargo, la situación de la mujer costarricense está lejos de ser ideal.
En 2020, las tasas generales de empleo cayeron abruptamente; pero la caída fue más acentuada para las mujeres. La CEPAL reportó que en ese año la participación económica femenina retrocedió 18 años, a la vez que aumentaron sus labores no remuneradas. Y si bien la tasa de empleo general se ha ido recuperando junto con la economía, la disparidad entre la ocupación masculina y femenina persiste. Las mujeres no han podido reincorporarse al mercado laboral al ritmo que los hombres y miles de puestos de trabajo femenino desaparecieron del todo.
Según la más reciente encuesta continua de empleo, la tasa de desempleo nacional es de 12 %, con una disminución interanual de más de 3 puntos porcentuales; sin embargo, el desempleo femenino está en 16,5 %; el doble que el masculino.
En Costa Rica, 80% de las mujeres sin trabajo tienen menos de 45 años. Las labores de cuido de familiares empujan a miles al desempleo o las fuerzan a ganarse el sustento en la informalidad. Aparte de la vulnerabilidad económica, ello las condena a graves carencias en atención de salud y a no tener acceso a pensión. A la vez, las hace más dependientes de una pareja, de otros parientes o del Estado.
Por otra parte, a pesar de que en promedio las mujeres tienen mayor escolaridad que los hombres, la brecha salarial en Costa Rica promedia el 15% (las mujeres devengan menos salario por hacer el mismo trabajo y en condiciones de igualdad). En los sectores de servicios — como educación, salud, servicio doméstico, hospitalidad— y comercio, ganan hasta 24.2% menos que los hombres; 71% de las desempleadas pertenecen a esos sectores. Sin embargo, el mayor segmento de mujeres fuera de la fuerza laboral tiene escolaridad baja o apenas concluyó la secundaria: 73% de las más de 165.000 desempleadas.
La CEPAL estima que cerrar la brecha de género en el empleo en América Latina podría incrementar el Producto Interno Bruto (PIB) en 6,9 puntos porcentuales para 2030. En síntesis, más mujeres con empleos de calidad es una forma efectiva de disminuir la pobreza, incentivar la movilidad social, dar sostenibilidad al sistema de seguridad social y generar crecimiento económico. Costa Rica necesita y debe aprovechar su amplio bono de género.
Es necesario desarrollar una política agresiva e integral de generación de oportunidades para la población femenina. El Estado debe recurrir a alianzas público privadas para ofrecer skilling, new skilling, reskilling y upskilling en habilidades blandas, financieras y tecnológicas, a las mujeres. En especial a las más vulnerables, las que están desempleadas o en la informalidad, y para que sea efectivo se deben tomar en cuenta las particularidades sociodemográficas y socioeconómicas. Como han hecho otros países, se deben implementar incentivos fiscales que promuevan más participación laboral femenina —el proyecto de ley nº. 22421 de “Justicia Menstrual” es un buen paso—.
La red de cuido debe fortalecerse y ampliarse. Se deben abordar integralmente todas las formas de violencia que limitan la libertad y las oportunidades de las mujeres en diversos ámbitos. Se trata no menos que del compromiso adquirido por el Estado costarricense mediante la “Política Nacional para la efectiva igualdad entre mujeres y hombres 2018-2030″; de promover la autonomía económica, física y en la toma de decisiones de las mujeres.