Mejorar la eficiencia energética es indudablemente algo positivo. Pero no se debe confundir eficiencia –como a veces sucede– con suficiencia, que aboga por limitar el consumo de energía y está estrechamente relacionada con el movimiento de decrecimiento. Abordar el cambio climático significa hacer más con menos, no simplemente hacer menos.
La idea de que la suficiencia, y por asociación el decrecimiento, podría servir como un plan para alcanzar nuestros objetivos climáticos ganó fuerza después de los confinamientos por la covid-19, cuando los humanos se refugiaron en sus casas y las emisiones globales de dióxido de carbono cayeron drásticamente, y la invasión rusa de Ucrania, que provocó preocupaciones sobre la seguridad energética en Europa. En nuestra sociedad hiperconsumista, se argumenta que el consumo ofrece rendimientos decrecientes para la felicidad humana, lo que implica que adoptar el minimalismo rendiría un doble dividendo: preservación ambiental y bienestar mejorado. Bajo este enfoque, los países ricos dejarían de expandir sus economías, mientras que incluso los defensores más acérrimos del decrecimiento sostienen que los países más pobres aún necesitarían aumentar el consumo y la inversión para escapar de la miseria.
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Si esto suena demasiado bueno para ser verdad, es porque lo es. Primero, algunas aclaraciones. El decrecimiento aboga por una reducción absoluta en el consumo, en lugar de simplemente un cambio en su composición. Pero tales cambios –como abandonar el automóvil y desplazarse en bicicleta– han sido una constante a lo largo de la historia, y es lo que las estrategias de crecimiento verde buscan lograr. Por supuesto, no hay nada de malo en desacelerar y optar por ganar menos (y aparentemente alcanzar la paz interior en el proceso). Pero no se debe creer que hacer esto es la clave para abordar la crisis climática.
Consideremos un experimento mental simple. Comencemos con la economía global en un estado estable, sin crecimiento ni contracción, y supongamos una tasa anual de descarbonización del 2,4% –nuestro cálculo del promedio de las últimas dos décadas, basado en estadísticas económicas del FMI y datos de emisiones del Global Carbon Project. En un mundo así, las emisiones globales de CO2 caerían un 48% para 2050. Aunque está lejos de alcanzar el objetivo de emisiones netas cero, esta economía global hipotética sería casi el doble de eficiente en carbono que la actual.
Ahora imaginemos que la descarbonización dependiera completamente de disminuir la producción económica. Para lograr el mismo resultado –casi reducir a la mitad las emisiones globales de CO2– el PIB mundial tendría que disminuir un 5% cada año durante las próximas tres décadas. Para poner esto en perspectiva, el PIB mundial se contrajo un 2,7% en 2020, en el apogeo de la pandemia. Por exitosos que fueron los confinamientos para frenar la propagación de la covid-19, fueron una terrible manera de reducir las emisiones de CO2.
Limitar este experimento mental a los países ricos –como proponen los decrecentistas– hace que un argumento débil sea absurdo. La producción económica en los países del G7 tendría que disminuir un 17% solo en 2024, seguida de un shock anual del tamaño de la Gran Depresión. Para 2030, el poder adquisitivo en el G7 sería aproximadamente equivalente al de Sudán del Sur hoy. ¿Cuántos consumidores occidentales conscientes del clima estarían dispuestos a soportar esto?
Además, este experimento mental es necesariamente limitado. Nuestro hipotético comenzó con una economía de crecimiento cero, mientras que en las últimas dos décadas el PIB per cápita global ha crecido un 6,8% anual. Junto con un aumento de la población, este crecimiento constante ha contribuido a aumentar, no a reducir, las emisiones de CO2. Nada menos que una revolución de energía limpia, completa con sistemas de transporte e industria limpios, cambiará el rumbo climático. Además, lograr emisiones netas cero requiere billones de dólares en inversión, lo que sumará, no restará, al crecimiento económico.
Eso no quiere decir que mejorar la eficiencia energética sea inútil. En 2007, Estados Unidos aprobó una ley que ayudó a eliminar gradualmente las bombillas incandescentes. Como mostró la famosa curva de costos de abatimiento marginal de McKinsey en 2010, hubo grandes ahorros monetarios asociados con el cambio de bombillas incandescentes a LED. Pero esto no implica que el cambio hubiera sucedido automáticamente. En cambio, muestra que la política se pagó sola, con los estadounidenses libres para gastar o ahorrar el dinero sobrante. De cualquier manera, el crecimiento económico era inevitable.
El potencial de crecimiento para mejoras de eficiencia a gran escala es significativamente mayor que el de cambiar a bombillas LED. De hecho, usar insumos limitados de manera más eficiente es la definición de productividad económica – lo que, a su vez, impulsa el crecimiento. Además, la necesidad de acelerar la descarbonización de nuestras economías requiere implementar tecnologías verdes a un ritmo más rápido. Evitar la catástrofe climática requerirá más crecimiento, no porque un PIB siempre creciente –en sí mismo una métrica fundamentalmente inadecuada– sea el objetivo final, sino porque es el resultado de reducir las emisiones lo suficientemente rápido.
Alessio Terzi, profesor en la Universidad de Cambridge, es economista en la Comisión Europea. Gernot Wagner es economista climático en la Columbia Business School.