En la soleada mañana del 5 de mayo de 1990, en los jardines del Museo Nacional, se firmó el acuerdo final de la renegociación de la deuda externa del país con los bancos comerciales.
Estuvo presente, en calidad de testigo de honor, el presidente Óscar Arias Sánchez, quien había puesto especial empeño en resolver, cuanto antes, este asunto que tanto sonrojo y trastorno le había causado al país.
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Concluía así un camino sinuoso y empinado, empedrado y también plagado de abrojos.
Penosa había sido la jornada durante largos nueve años. De hecho, había comenzado en junio de 1981 cuando Costa Rica, simplemente, dejó de pagar la deuda con los bancos comerciales.
La insensatez, la falta de sindéresis llevó al país a endeudarse de manera exorbitante, mucho más allá de su capacidad de cumplir los compromisos adquiridos.
Para muestra un botón: en 1982, el monto de la deuda externa del país llegó a representar –óigase bien –ni más ni menos 167% del Producto Interno Bruto (PIB), ¡sí 167%! ¡Espeluznante sin duda, pero cierto!
No se tomaron las medidas necesarias para resolver, oportunamente, los problemas nacionales.
Posponer la acción
En vez de hacer el esfuerzo requerido –poner la casa en orden y socarse la faja– se recurrió al expediente, por lo demás infantil, de posponer sine die la acción.
Se optó por patear el balón hacia adelante hasta caer en el precipicio: la gravísima crisis de los años 1981–1982.
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Así, el país, atado de pies y manos, hubo de presentarse, en situación tan aciaga, ante sus acreedores.
La renegociación fue exitosa desde el punto de vista financiero.
El reconocido rotativo The New York Times tituló su editorial del 2 noviembre de 1989, cuando se llegó al acuerdo con los bancos comerciales, Costa Rica Breaks the Mold (Costa Rica rompe el molde).
El editorialista calificó el acuerdo logrado por Costa Rica como un avance dramático (dramatic breakthrough), muy útil para las negociaciones de la deuda externa de otros países.
De hecho, Costa Rica pagó solo 18 centavos de dólar por cada dólar adeudado a la banca comercial. Los otros 82 centavos de dólar fueron asumidos como una pérdida por los acreedores. Además, la amortización de la nueva deuda se hizo depender de la evolución del PIB.
Acto penoso
Sin embargo, un éxito en el ámbito financiero significó, para el país, un acto penoso que había puesto en entredicho el pundonor nacional.
Deben evitarse los malentendidos. No se trata de modo alguno, de satanizar o desdeñar el endeudamiento externo del país como tal.
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Para Costa Rica es una decisión inteligente recurrir a la deuda externa con el propósito de complementar el esfuerzo de ahorro interno, sobre todo cuando los tasas de interés y los plazos de amortización son favorables.
De esta manera, el país puede aumentar la inversión nacional y el PIB, y, por ende, mejorar el nivel de vida de la población.
El resto del mundo ayudaría así a Costa Rica a financiar su proceso de desarrollo económico.
Por el contrario, se cometería un error craso, si el endeudamiento externo se utilizara como medio para posponer la adopción de medidas necesarias a fin de resolver sus problemas económicos internos.
Así, la adicción de utilizar la deuda externa no como complemento del esfuerzo del ahorro interno sino como medio para sustituirlo es un camino seguro al despeñadero, como lo demuestra la historia.
Espada de doble filo
La deuda externa es una espada de doble filo: se puede utilizar para bien o para mal. En la crisis de los años 1981–1982 la situación se le escapó al país de las manos con consecuencias sociales y economicas funestas para la gran mejoría de los costarricenses.
Han pasado treinta años.
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No deben echarse al olvido las múltiples calamidades y sinsabores de este capítulo tan doloroso de la historia económica reciente.
El país debe poner su barba en remojo. El empeño debe ser claro, sin ambages para evitar la repetición de los hechos ocurridos en esos años.
En fin, se debe redoblar el esfuerzo para evitar mendingar, en nombre del país una vez más, de acreedor en acreedor.
Esto no debe suceder de nuevo.