El discurso del populista viene en múltiples variaciones, pero hay un elemento que lo caracteriza siempre: la exageración, la narrativa populista abulta y engrandece.
La hipérbole es una figura retórica que consiste en disminuir o aumentar una circunstancia, relato o noticia. El discurso populista recurre al lenguaje inflado para crear teatralidad con tono conversacional simplificando asuntos complejos. Así aumenta su alcance, haciendo accesible su recepción, pero también cae en la mentira con facilidad.
Como lo escribiera Trump en su libro, THe Art of the Deal, “…juego con las fantasías de la gente (…) quienes no piensan siempre que son grandes, pero se excitan con aquellos que si lo hacen”. Y afirma luego: ”La gente quiere creer que algo es lo más grande y espectacular. Yo llamo a esto la hipérbole verdadera”, tras la supuesta verdad exagerada resulta fácil ocultar la mentira o disfrazarla de metáfora o de sentido figurado.
Este discurso busca quebrar las fronteras del sentido común, transgrediendo lo habitualmente aceptado y rechaza las instituciones establecidas, en paroxismo antisistémico contra la élites políticas.
La diatriba de los salvadores mágicos se endereza contra la prensa, los jueces, los mecanismos de control de la acción administrativa, busca degradar, humillar y deshonrar al adversario, sin reconocer límites internos o externos al emisor de la prédica, en un salto al vacío de desbordes verbales y conceptuales.
El poder adquiere una dimensión grotesca, extravagante, estrafalaria y estrambótica, el lenguaje en superlativo es la tónica omnipresente, todo es hito histórico. La racionalidad discursiva desaparece, así como la capacidad de matizar sus afirmaciones, es un discurso excéntrico, carece de centro, de columna vertebral, hoy afirma una cosa, mañana lo opuesto, el paraíso de los mentirosos. Evade citar fuentes concretas y acude al “se dice…”, lo que permite no tomar responsabilidad personal por sus desmesuradas expresiones.
La locuacidad populista es enemiga de la evaluación, de sopesar argumentos y carece de apoyos lógicos para fundamentar una verborrea desbordada. La incapacidad de matizar la argumentación lleva a la entronización del absolutismo verbal, es un discurso incapaz de acudir a las distinciones o a las gradaciones, va acompañado por el contubernio con la mentira.
El engrandecimiento del emisor es blanco o negro, solo admite dos actores: amigos o enemigos, su lógica se fundamenta en una visión de la política como guerra, similar a la del teórico nazi Carl Schmitt o la visión leninista de la lucha de clases.
La negociación o las cesiones son inexistentes en estas diarreas verbales, no se hace concesión alguna al interlocutor o al adversario, se burlan de la coherencia y del principio de no contradicción. La falsedad es el alma del discurso del populista.
El sermón logra recepción gracias a la atracción que ejerce lo negativo sobre las audiencias. Enfatizar en el Apocalipsis, el desplome, la corrupción de los otros y el derrumbamiento de todo es una de sus pilares de apoyo. Satanizar las instituciones de la democracia permite que crezca la nostalgia por una edad de oro supuestamente desaparecida.
La demonización del presente sorprende al ciudadano, lo deja pasmado, y así resulta más fácil el posicionamiento del salvador, de un mesías que traerá el maná del cielo, bajo la forma de nuevas repúblicas, nuevas constituciones o grandezas desaparecidas (Make America Great Again).
La razón discursiva experimenta grandes dificultades para resistir al poder de la exageración que se brinca las cadenas de causa–efecto y afirma cualquier cosa con carácter de universal, pasando por encima, sin pudor alguno, de las normas establecidas por la experiencia colectiva.
La ausencia de una estructura argumentativa se apoya casi siempre en el recurso a la insinuación, lo que permite un amplio espacio para dar forma al significado y a interpretaciones imprecisas que desembocan en falsedades y falacias.
Otra técnica del discurso populista es la paralipsis, una figura literaria que consiste en declarar que se omite o pasa por alto algo, cuando de hecho se aprovecha la ocasión para llamar la atención sobre ello (por ejemplo, «no entraré a valorar su desastrosa gestión»)
La perorata populista se inscribe en la crisis de representación que viven las democracias y hace que la transgresión sea muy atractiva, pues toca la actual disfuncionalidad de esta. Los iluminados sacan réditos de sus encendidos ataques y no como modelos de conducta, el malcriado domina la escena con su grosería.
Otro de los síntomas del showman es su gusto por la revancha contra quienes se opongan a sus delirios y lanza contra ellos, sin inhibición alguna, el resentimiento de los muchos, en una época de incertidumbre y cambio global, donde todo lo establecido se tambalea.
El bufón agita las pasiones dominantes, niega las verdades y justifica las agresiones geopolíticas. Lo único cierto es la incertidumbre y ante la imprevisibilidad del momento histórico, transforma la política en pura emoción cultivando las pasiones más bajas, obsesionado con el castigo y la venganza.
El desprecio por las ciencias es un elemento de su lenguaje, del que surgen los antivacunas, el negacionismo del cambio climático, el racismo y la misoginia.
El discurso populista autoritario debe ser deconstruído cuidadosamente y confrontado con discursos alternativos de naturaleza democrática, la oposición pura y simple no basta.
En frenesí narcisista el discurso del exaltado concluye en arrebato del ego, resumido en la frase de Hugo Chávez: “el pueblo soy yo”.
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El abogado y doctor en Sociología Política de la Universidad de París. Catedrático de la Universidad de Costa Rica y exdiputado.