En la última semana de setiembre tuvo lugar uno de los acontecimientos más señalados en el calendario diplomático internacional: el debate anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Como es habitual, este debate reunió a una amplia nómina de líderes mundiales, aunque en los tiempos que corren el término «líder mundial» tal vez no deba utilizarse con tanta ligereza. Sin ir más lejos, el presidente de la primera potencia global ha dejado bien claro que no alberga ninguna ambición de implicarse en la resolución de nuestros problemas comunes y, desgraciadamente, no es el único que exhibe este tipo de inclinaciones.
Para quienes confiamos en la cooperación internacional como herramienta de progreso por su capacidad de ejercer de necesario complemento de la globalización económica, el debate de la Asamblea General dibujó un panorama desalentador. Salta a la vista que el interés cortoplacista de ciertos dirigentes, a menudo revestido de «interés nacional», es uno de los factores que están sumiendo a las relaciones internacionales en su período más convulso desde la Guerra Fría. Pero el auge de los populismos nacionalistas no es tanto la causa, sino más bien la consecuencia, de las fracturas que llevan tiempo gestándose.
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Como todo proceso económico, la globalización posee una dimensión distributiva y, por ende, está abocada a generar frustraciones en determinados sectores de la ciudadanía. El centro del espectro político occidental ha tendido a infravalorar los agravios ligados al aumento de la desigualdad intraestatal y ha puesto el foco sobre los beneficios agregados de la apertura comercial, que ha contribuido a reducir la pobreza de manera muy notable. Pese a que estos avances no deben despreciarse, es lógico que no todo el mundo encuentre consuelo diario en ellos.
Por el mercado global no solo circulan bienes, servicios y capital. También circulan ideas. Esto suscita que la globalización —del mismo modo que la democracia— sea vulnerable a sí misma, al poner a disposición de sus oponentes una serie de herramientas que pueden utilizar para sabotearla. Consciente de ello, la «internacional nacionalista» impulsada por Trump y por sus correligionarios se ha apropiado de un malestar que comenzaba a hacerse crónico y se ha lanzado en una cruzada para globalizar (paradójicamente) su particular versión del discurso antiglobalización.
Ante la Asamblea General de la ONU, que pasa por ser el oficioso Parlamento mundial, Trump afirmó sin tapujos que «rechazamos la ideología del globalismo y abrazamos la doctrina del patriotismo». En su discurso, Trump no escatimó elogios hacia otros Estados que siguen su ejemplo, como Polonia. Mucho deben cambiar las cosas a lo largo de este mes para que Brasil no se suba, de la mano del ultraderechista Jair Bolsonaro, a esta ola nacionalpopulista que amenaza con arrasar nuestras instituciones multilaterales.
Globalismo y patriotismo
Que Trump contraponga globalismo a patriotismo es significativo. En realidad, el segundo concepto no está reñido con el primero, y su uso por parte de Trump no busca otra cosa que blanquear las tendencias nacionalistas y nativistas de la actual Administración estadounidense. Esta clase de trampas retóricas pueden cogernos con la guardia baja, sobre todo cuando quien recurre a ellas es un dirigente que tiene la reputación de presentar sus ideas sin edulcorar. Pero es evidente que a la Administración Trump también le preocupa guardar las apariencias.
Las muestras de ello no escasean. En la ONU, Trump trató de aplicar a su política exterior una pátina de coherencia, asegurando que se enmarca en la filosofía del «realismo con principios» (principled realism). El realismo es una teoría de las relaciones internacionales que ensalza el papel central de los Estados, relegando el derecho y las instituciones internacionales a un plano muy secundario. En esta visión del mundo, principios como los derechos humanos no suelen encontrar fácil acomodo, aunque pueden ser utilizados como arma arrojadiza de forma selectiva e interesada. Esto es precisamente lo que hace Trump al criticar la represión del régimen iraní, mientras se abstiene de denunciar estas mismas prácticas cuando se dan en otros países. No obstante, ningún realista que se precie sobredimensionaría la amenaza iraní basándose en prejuicios, ni permitiría que un intercambio de agasajos con Corea del Norte terminase nublando su vista.
Asimismo, Trump proclamó en Nueva York que “América siempre elegirá independencia y cooperación sobre gobernanza global, control y dominación”. Teóricamente, la cooperación no es incompatible con el paradigma realista. Desde este prisma, sería concebible que Estados Unidos tratase de contrarrestar el auge de China reforzando sus alianzas en Asia-Pacífico; fundamentalmente, las que mantiene con Japón y con Corea del Sur. Sin embargo, la Administración estadounidense ha puesto en duda el paraguas de seguridad que proporciona a estos países, a los que ni siquiera ha eximido de su ofensiva comercial (aunque la reciente actualización del acuerdo bilateral con Seúl parece haber calmado las aguas). Este desconcertante comportamiento se ha hecho extensible a otros aliados tradicionales de Estados Unidos, como la Unión Europea, revelando que Trump es extraordinariamente reacio a cooperar. Además, cuando lo hace, no acostumbra a priorizar las alianzas que más se adecúan a los intereses estratégicos de su país.
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En lo referente a China, y pese a la relación de amistad que dijo mantener Trump con el presidente Xi Jinping, la diplomacia estadounidense habla abiertamente de competencia. La «guerra comercial» que ambos países están protagonizando, así como algún roce que ya se ha producido en el Mar de la China Meridional, hace pensar que esta competencia puede desencadenar una espiral incontrolable de confrontación. No obstante, este escenario (que podría pronosticar la escuela realista) no tiene por qué materializarse, especialmente si apuntalamos esas estructuras de gobernanza multilateral que tanto pueden ayudarnos a gestionar toda variación en los equilibrios de poder. Es evidente que la ya reemergida China no siempre se adhiere a las normas internacionales, pero la respuesta eficaz consiste en reivindicarlas, no en arremeter contra ellas. Lamentablemente, esto último es lo que está haciendo Estados Unidos en infinidad de materias, como la comercial.
Durante su discurso en la Asamblea General, el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, no incidió en la realpolitik que China a menudo promueve, sino que mencionó en nada menos que cinco ocasiones el concepto win-win. Si Trump —junto con el resto de la «internacional nacionalista»— se sigue alejando de esta noción de beneficios mutuos, es de esperar que consiga ralentizar el crecimiento chino, pero también el estadounidense. Además, renunciar a la cooperación multilateral conlleva resignarse a perder batallas como la del cambio climático, una actitud negligente que la Administración Trump ya ha adoptado con absoluto descaro. Vista esta alarmante dejación de funciones, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿de qué le sirve a un país ser la primera potencia mundial si, ante los grandes retos mundiales, su Gobierno elige condenarse a la impotencia?
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.
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