La década posterior a la crisis financiera mundial ha sido, cuando menos, turbulenta.
Es cierto, no ha estallado una gran guerra, y mal que bien hemos evitado los errores que se cometieron durante la Gran Depresión, mismos que, en la década de 1930, llevaron a un mayor proteccionismo, quiebras bancarias, austeridad severa y un entorno deflacionario.
Sin embargo, las renovadas tensiones en el mercado indican que estos riesgos no se han erradicado, ni se han disimulado.
En cierto sentido, la historia de la crisis financiera del 2008 comienza el momento en que se creó el orden global a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.
Iniciativas, como las instituciones de Bretton Woods (el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional), el Plan Marshall y la Comunidad Económica Europea respaldaron la reconstrucción de porciones significativas de la economía mundial.
A pesar de la Guerra Fría (o, quizás debido a ella), estas instituciones también reanudaron el proceso de globalización que la Segunda Guerra Mundial había detenido.
Este proceso de globalización se interrumpió a fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, debido a la Guerra de Vietnam, la suspensión de la convertibilidad del dólar estadounidense en oro, la crisis del precio del petróleo de 1973 y la gran estanflación.
Sin embargo, Estados Unidos y el Reino Unido atravesaron por una especie de revolución conservadora y una reactivación de las políticas económicas neoliberales, incluyéndose entre ellas una desregulación generalizada, la liberalización del comercio y una apertura, sin precedentes, de la cuenta de capital.
Efectos desiguales
Si bien este rediseñado proceso de globalización ayudó a impulsar el crecimiento y el desarrollo, sus efectos fueron desiguales y los cambios financieros y económicos que produjo superaron el ritmo de la adaptación legal y ética.
En especial, sobrevinieron consecuencias debido al uso temerario de innovadores instrumentos financieros que estaban sujetos, únicamente, a supervisión poco estricta y regulación débil. Como resultado, con el pasar del tiempo, las finanzas se convirtieron en las mandamases de la economía mundial, en lugar de estar a su servicio.
Teniendo en cuenta todo lo antedicho, cuando llegó la crisis, fue profunda y de gran alcance, y la recuperación económica de hoy en día no ha superado la comprensible, pero devastadora, pérdida de confianza en el sistema financiero que vino tras la misma.
Esto se ha puesto de manifiesto a través de acontecimientos políticos en Estados Unidos y Europa.
El gobierno del presidente estadounidense Donald Trump continúa promocionando un abordaje a las políticas que se resume en la frase “Estados Unidos en primer lugar”, mismo que últimamente se reflejó en la imposición de aranceles elevados a las importaciones de acero y aluminio.
El voto del Reino Unido a favor del Brexit refleja una reacción similar. A la par, el capitalismo dirigido por el Estado ofrece a la economía de China sus propias protecciones.
Sin embargo, nuevos modelos de competencia y resistencia al comercio que polarizan no es la forma de restaurar la confianza. Por el contrario, debemos volver a fortalecer el control sobre el sector financiero, para asegurarnos de que esté sirviendo a la economía, y no a la inversa, al lograr avances relativos a un conjunto de objetivos sobre los que el mundo llegó a acuerdos —comenzando con los objetivos establecidos en tres conferencias trascendentales celebradas en el 2015—.
En la Tercera Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo, celebrada en Addis Ababa, Etiopía, los participantes establecieron prioridades económicas, sociales y ambientales con las cuales deberían alinearse las políticas y los flujos de financiación dirigidos al desarrollo sostenible.
En la Cumbre Mundial de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible llevada a cabo en Nueva York, los países miembros de la ONU adoptaron formalmente una nueva y ambiciosa agenda mundial. Y, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 21) en París, las naciones acordaron mantener el calentamiento global muy por debajo de los 2° Celsius por encima de los niveles preindustriales.
Articular estos objetivos fue un primer paso importante. Pero, si el mundo se toma en serio el logro de estos objetivos compartidos, se debe establecer un mecanismo eficaz para financiarlos, respaldado por regulaciones bien diseñadas que creen los incentivos adecuados.
Visión de largo plazo
Y, hasta ahora, el mundo no ha avanzado lo suficiente en este frente, como lo muestra la continua mala asignación del capital.
Las partes interesadas deben tener una visión a más largo plazo de las operaciones comerciales y las estrategias de inversión.
Las finanzas deben ser realmente útiles, deben equilibrar el avance hacia los objetivos acordados —mismos que están guiados por metas mundiales existentes— y deben generar necesariamente suficientes rendimientos financieros, todo esto con el propósito de garantizar que el avance sea sostenible.
Debemos seguir diciéndolo, y debemos seguir haciéndolo. No hay otra opción. En algunos sectores, el compromiso con los objetivos globales, hasta el momento, ha sido demasiado débil. En el caso de Estados Unidos y el acuerdo climático de París, el compromiso se ha rescindido por completo.
Pero, para tener éxito, todos deben estar a bordo. Esto incluye a los organismos multilaterales de crédito, que necesitan revisar las herramientas antiguas y rápidamente desarrollar nuevas, con el fin de movilizar capital del sector privado.
El sector privado, por su parte, debe estar abierto a un enfoque actualizado de alianzas público-privadas. Simplemente hacer declaraciones de labios hacia afuera, mientras se aferra a modos de trabajo obsoletos, no es una opción.
En términos más generales, debemos trabajar para garantizar que todos compartan los beneficios de la tecnología. Para ello, debemos seguir el consejo de David Lipton, el primer subdirector gerente del FMI, y desplazarnos más allá del enfoque de “OHIO” que está actualmente de moda y se centra en poner “la propia casa en orden”, dirigiéndonos hacia la estrategia California —o “CA”— de “acción colectiva” que es más exigente.
El camino por delante no será fácil. Pero, esa no es excusa para la apatía. En nuestra calidad de inversores, consumidores, votantes y ciudadanos, debemos hacer que se escuche nuestra voz para garantizar que las finanzas se utilicen para promover los valores compartidos y el bien común.
Solamente entonces podremos ir más allá de simplemente evitar otra crisis devastadora y podremos construir un futuro mejor.
Bertrand Badré, ex director gerente del Banco Mundial, es Director Ejecutivo y fundador de of the Blue like an Orange Sustainable Capital y autor de Can Finance Save the World?© Project Syndicate 1995–2018