Editorial | El resello legislativo al proyecto de ley para sacar a Costa Rica de la “lista gris” de la UE dejó clara la vigencia plena del principio de territorialidad que desde siempre ha prevalecido en nuestro ordenamiento jurídico.
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El pasado 26 de setiembre, con 38 votos a favor y 15 en contra, la Asamblea Legislativa, en uso de sus potestades constitucionales, acordó resellar el expediente No. 23.581 para promulgar la Ley No. 10.381. Con ello, el país corrige las deficiencias apuntadas por la Unión Europea en relación con la doble no imposición en favor de no residentes —empresas “de papel” sin actividad económica real— y lograría quedar excluido de la lista de jurisdicciones no cooperantes en materia fiscal, evitando las consecuencias negativas que ello podría implicar. Esas son buenas noticias para Costa Rica, y sin duda era ese el objetivo principal del proyecto que se adoptó.
Sin embargo, con el resello también se modificó el tercer párrafo del artículo primero de la Ley del Impuesto sobre la Renta con el fin de ratificar y dejar clara la vigencia plena del principio de territorialidad que desde siempre ha prevalecido en nuestro ordenamiento jurídico. La incertidumbre había surgido por una interpretación abusiva y arbitraria de la administración tributaria, que contradecía la letra y el espíritu de la ley, y que inexplicablemente había recibido el endoso de los Tribunales de Justicia. Una vez aprobada la ley en segundo debate, el Poder Ejecutivo la vetó parcialmente con el propósito de continuar ampliando contra legem el concepto de “fuente costarricense”, acuerpar la introducción extra-legislativa del concepto de renta mundial, y así seguir gravando las rentas pasivas generadas en el extranjero con el capital de personas físicas y jurídicas nacionales.
Hizo bien la Asamblea Legislativa en resellar el proyecto y poner freno a tal desaguisado. La reserva de ley en materia tributaria es uno de los principios fundamentales de nuestra Constitución Política en protección de los derechos y libertades de los ciudadanos. No otra cosa se entendió desde el año 1215, cuando el Rey Juan sin Tierra se vio forzado a promulgar la Carta Magna y apaciguar los reclamos de los contribuyentes ingleses, principio que luego ha sido recogido por todas las democracias occidentales. Así, lo cierto es que ni la administración ni los tribunales pueden extender, mediante interpretaciones antojadizas, los alcances de las disposiciones impositivas en detrimento de los contribuyentes, menos cuando se trata de un cambio tan esencial como lo es transitar de un régimen tributario estrictamente territorial como el que siempre hemos tenido a un régimen de renta mundial.
Por ello, el argumento esgrimido por el gobierno en su veto sobre el eventual impacto fiscal de esta necesaria aclaración legislativa es espurio: se trata de tributos que nunca debieron haberse siquiera cobrado porque los cambios que los sustentan nunca fueron aprobados por quienes representan a los contribuyentes, únicos legitimados para hacerlo. Además, al tratarse de cambios sustanciales introducidos vía interpretación administrativa y judicial, sin contar con un marco jurídico apropiado, quedaban vacíos legales importantes que provocaban incluso la exposición a una doble tributación y a cargas excesivas. Este es, entonces, un debate que debe darse reposadamente en el seno del Congreso y son los diputados quienes deben sopesar la inteligencia, ventajas o desventajas de una decisión de ese calibre, respecto de lo cual existen, en todo caso, sobrados cuestionamientos.
Por ello, también son totalmente inaceptables los epítetos proferidos por el presidente de la República y la jefa de la Fracción oficialista, sea cual sea el partido en que ahora figure, en contra de los diputados que votaron en favor del resello. Suficientes razones de peso existen para haber resellado la reforma legislativa en este momento, tanto para atender oportunamente las preocupaciones de un socio comercial y político tan importante como lo es la Unión Europea, como para resolver de una vez por todas la incertidumbre jurídica creada por una interpretación errónea que nunca debió haber tenido lugar y devolver la discusión al foro que corresponde.
Además de inapropiada, la reacción hepática y el violento lenguaje utilizado por dichos funcionarios lo único que logran es complicar aún más el quehacer de la Asamblea Legislativa y entorpecer la labor de coordinación entre Poderes, que tanta falta hace para atender de verdad los problemas nacionales.
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