De niños, en Playa Agujas, caminábamos muy temprano hasta el promontorio, junto al estero. Con un cuchillo, papá arrancaba unas conchas adheridas a la roca y, tras agregar unas gotas de limón, las comíamos entre los estertores del pobre animal que la habitaba. Aquella mole pétrea eternamente enfrentada al oleaje, era un santuario de moluscos, cangrejos, peces multicolores y pequeños pulpos atrapados entre las piedras al bajar la marea.
De regreso, donde río y mar se encuentran, observaba miles de pequeñas sardinas nadando y minúsculos camarones saltando sobre el agua. Ya en la playa, grandes cangrejos morados con rojo apuraban a esconderse, dejando el trazo de sus intrincados recorridos.
Era común ver sobre la arena “aguas malas”, una masa gelatinosa de color turquesa, que eran restos de medusas de mar. Mamá nos encargaba recoger almejas vivas, con las cuales arreglaba un arroz para la numerosa familia. Las miles de tonalidades de caracoles y conchas, semejaban ante nuestros ojos un inmenso caleidoscopio.
Hoy, el panorama es desolador. Los promontorios lisos, sin aquel tumulto de moluscos adheridos, ni aquella miríada de animales confinados en peceras naturales. Tampoco la pléyade de sardinas, diminutos camarones, o caracoles. Camino mucho para hallar una concha abierta (ni soñar con almejas vivas), donde antes costaba elegir la más llamativa.
Algo hicimos mal para dañar el ecosistema costero. Quizás sea los residuos químicos de nuestros barcos, o las toneladas de desechos lanzados a los ríos y que desembocan en el mar. O los gases emanados de nuestros motores, que al destruir la capa de ozono producen el aumento de temperatura que acabó con el paraíso costero del cual fui testigo años atrás. Lo más seguro, una suma de factores.
Confinamiento y liberación
La pandemia ha cobrado su cuota de muerte alrededor del orbe y el confinamiento ha sido devastador para la economía, pero ha significado una liberalización de la naturaleza. Los medios de comunicación mostraron cómo la fauna recuperó espacios. Pumas caminando por pueblos heredianos, animales merodeando los jardines del Instituto Tecnológico en Cartago, patos silvestres nadando en plazas italianas, los canales de Venecia recuperando su transparencia, pingüinos extraviados en ciudades australes, y hasta alguna recuperación de la capa de ozono. Y esto en pocos meses.
El mundo está en proceso de inmunización contra la COVID-19, con sus claros y oscuros, mientras la ciencia sigue lidiando con sus mutaciones. Aún así, muchas relaciones humanas parecen reiniciar el camino hacia la normalidad.
El tiempo que vivimos me recuerda al que siguió al fin de la segunda guerra mundial, cuando los principales líderes hicieron el ejercicio de reordenar las piezas para comprender el fenómeno y generar lecciones de aquella conflagración. De ese proceso se tomaron acuerdos y se crearon instituciones internacionales que hoy siguen vigentes, como la ONU, FMI, Banco Mundial, BID, OMS y otras.
Esta traumática pandemia debería desembocar en acuerdos en materia de salud, economía sostenible con el ambiente, desarrollo humano y educación en todas estas materias. El sector productivo debe reconocer que el daño provocado al ambiente se devuelve tarde o temprano y esta lo cobra caro.
El sector salud deberá comprender que la economía familiar y la del país, sí importa, que es un factor limitante o facilitador de sus fines sociales. Más que local o regional, debe ser un acuerdo planetario. Debe ser real, de compromisos serios y métricas claras. En este sentido, debe superar el tímido intento de la pasada COP26 celebrada en noviembre 2021 en Glasgow, Reino Unido.
Entonces elegiremos un día para conmemorar a los que perdimos en la pandemia, a quienes sufrieron angustias y trabajaron desde diferentes trincheras para superarla. Lo celebraríamos definitivamente aliados con la naturaleza.