A finales de mayo, el Departamento de Justicia de Estados Unidos (DOJ) y 30 estados presentaron una demanda antimonopolio histórica contra Live Nation, el promotor de eventos más grande del mundo, y su subsidiaria Ticketmaster. Parte del esfuerzo del presidente estadounidense Joe Biden para combatir los monopolios, el caso ha generado una amplia cobertura mediática gracias a la indignación que siguió a las fallidas ventas de entradas en los últimos años, incluyendo la gira Eras de Taylor Swift.
La mayoría de los informes se han centrado en el hecho de que el DOJ busca desmantelar Live Nation-Ticketmaster, producto de una fusión desastrosa aprobada en 2010. Pero la demanda también señala el fin de una era en la que los reguladores antimonopolio de EE. UU. se hacían de la vista gorda ante la coerción de empresas dominantes. Igualmente importante, una victoria para el gobierno federal podría remodelar la industria del entretenimiento en vivo a nivel mundial, dada la influencia y alcance internacional de Live Nation-Ticketmaster.
En las últimas décadas, los reguladores antimonopolio de EE. UU. han tendido a enfocarse en tecnicismos y a confiar en jerga legal. En contraste, esta demanda enfatiza los efectos adversos del dominio y la coerción corporativa en términos contundentes. El gobierno describió a Live Nation como una corporación “opresiva” que “usa su poder” para expandir “su alcance e influencia en cada rincón de un ecosistema [de entretenimiento] cada vez más complejo e interconectado, eliminando rivales, continuando aumentando las barreras de entrada e inhibiendo la competencia por méritos.”
Es una descripción precisa: el uso generalizado de contratos excluyentes de Live Nation con locales y artistas ha permitido a la empresa ejercer un control casi total sobre los horarios de las giras y la venta de entradas. Bajo estos acuerdos, los artistas no pueden vender entradas directamente a sus fans a través de ventanas de preventa, ni utilizar otros vendedores de entradas que no sean Ticketmaster. Como resultado, los fans pagan más en tarifas, mientras que los promotores y vendedores de entradas más pequeños han sido desplazados, consolidando el control de Live Nation sobre el mercado.
No tenía que ser así. Antes de la década de 1970, cuando la aplicación de la ley antimonopolio de EE. UU. se restringió, los tribunales condenaban severamente tales contratos como conductas ilegales. Sin embargo, desde la fundación de Live Nation en 1996, estos acuerdos han escapado al escrutinio e incluso han sido elogiados. Las políticas de competencia laissez-faire permitieron a Live Nation y otros ejercer “control sin responsabilidad” sobre negocios y artistas fuera de sus límites corporativos, en detrimento de consumidores, trabajadores y rivales.
La demanda contra Live Nation-Ticketmaster, junto con otros casos antimonopolio recientes, refleja el compromiso renovado de la administración Biden de redefinir el uso de acuerdos de exclusividad por parte de corporaciones dominantes como una práctica comercial perjudicial, en lugar de una competencia justa. Por ejemplo, la demanda de la Comisión Federal de Comercio contra Amazon por monopolizar el comercio minorista en línea se centra en gran medida en la conducta excluyente de la empresa, es decir, sus restricciones sobre lo que los vendedores de terceros pueden hacer fuera del Amazon Marketplace. De manera similar, el juicio antimonopolio del DOJ contra Google cuestionó el uso de contratos exclusivos para mantener su dominio en las búsquedas web.
El caso del DOJ ofrece lecciones para otras jurisdicciones en las que opera Live Nation-Ticketmaster, especialmente en el mundo en desarrollo. Los consumidores en estos países pueden inicialmente dar la bienvenida a una empresa conocida que representa a tantos artistas internacionales, pero eso cambia rápidamente en el momento en que Live Nation-Ticketmaster comienza a abusar de su poder de mercado, ya sea aumentando los precios o restringiendo arbitrariamente el acceso a ciertos espectáculos.
Consideremos lo sucedido en México. En 2021, Live Nation compró el 51% de OCESA Entertainment, el mayor promotor de conciertos del país, vendiendo alrededor de 20 millones de entradas anualmente. En diciembre de 2022, Ticketmaster gestionó mal la venta de entradas para el concierto de Bad Bunny en la Ciudad de México, que se suponía sería uno de los más grandes en la historia del país. Miles de entradas válidas para el espectáculo agotado fueron rechazadas en el recinto, y Bad Bunny terminó actuando en un estadio medio vacío.
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Esto no fue un caso aislado. En 2023, la Profeco, el organismo de protección al consumidor de México, lideró una demanda colectiva contra OCESA y Ticketmaster por la cancelación unilateral de entradas a eventos entre 2021 y 2023. Tras una investigación, en la que Ticketmaster resistió las visitas de supervisión in situ por parte del regulador, la empresa devolvió el dinero de las entradas y pagó daños a los consumidores en abril. OCESA y Ticketmaster también han utilizado su poder de mercado –juntos controlan el 64,5% del mercado de entretenimiento en vivo en México– para imponer contratos excluyentes, lo que ha llevado a los legisladores mexicanos a proponer una prohibición de estos acuerdos.
Quizás lo más preocupante es que la demanda del DOJ expone cómo Live Nation toma represalias contra los locales que no cumplen con sus contratos exclusivos, desde forzarlos a albergar eventos en fechas menos favorables hasta negarse a promocionar espectáculos y prohibir la reventa de entradas en plataformas alternativas. Si el gobierno de EE. UU. gana, podría animar a los reguladores en otros mercados a desafiar este comportamiento coercitivo, ya sea por parte de Live Nation o de monopolistas locales.
El caso de Live Nation-Ticketmaster toca el corazón de cómo estructuramos el acceso al arte y la cultura, una parte esencial de la experiencia humana, un punto que subrayó el Fiscal General Merrick Garland al anunciar la demanda. Garland describió cómo ver a un joven Bruce Springsteen abrir para Bonnie Raitt en la década de 1970 lo “transformó”. Es un sentimiento compartido por cualquiera que haya tenido la experiencia sublime de ver a su banda o artista favorito actuar en vivo. Ningún monopolista que busque solo maximizar su propio beneficio debería poder interponerse en ese camino.
Karina Montoya es reportera sénior y analista de políticas en el Center for Journalism & Liberty, un programa del Open Markets Institute. Daniel A. Hanley es analista legal sénior en el Open Markets Institute.