Editorial | Los problemas que enfrenta el puerto de Caldera son ahora mucho más graves que los de Moín. La falta de infraestructura, la burocracia, los tiempos de espera y un colapso en los patios y puestos de atraque han llevado a una congestión que impacta la productividad y competitividad de Costa Rica.
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Para cualquier país los puertos son de vital importancia por muchas razones. En primer lugar, son fundamentales para el comercio internacional, ya que facilitan y potencian la importación de materias primas y la exportación de productos terminados, permitiendo el intercambio comercial entre diferentes naciones y regiones, así como el aprovechamiento de las oportunidades de negocios en el mundo entero. Esa importancia es todavía más relevante cuando se trata de un país pequeño como el nuestro, cuyo crecimiento y bienestar dependen pesadamente del comercio exterior. Además, los puertos marítimos son importantes generadores de empleo en las ciudades donde se ubican, proporcionando trabajo para miles de personas en áreas como la logística, distribución y manufactura. No por casualidad las ciudades en donde operan los puertos en casi todo el planeta han dado siempre muestras de mayor prosperidad y desarrollo si se les compara con otras regiones. No es el caso en nuestro país.
Costa Rica goza de condiciones geográficas privilegiadas para el intercambio comercial. Asentada en el centro de las Américas y con acceso a dos océanos apenas separados por unos cientos de kilómetros, sus dos puertos principales, Moín en el Atlántico y Caldera en el Pacífico, están especialmente ubicados para servir de forma fácil y eficiente al trasiego y transporte de mercancías con los principales mercados del mundo: Estados Unidos, la Unión Europea, China y los de los otros grandes países del hemisferio occidental. Esa ubicación estratégica influye —o debería influir— significativamente en la competitividad del país, pues ofrece ventajas comparativas, reduce los costos de transporte y aumenta la eficiencia. Además, atrae inversiones y fomenta el crecimiento económico. Lamentablemente, como se muestra en nuestro reportaje de esta semana, no hemos sabido sacarle el provecho que deberíamos.
En efecto, tras múltiples esfuerzos y una inimaginable resistencia, gobiernos anteriores lograron concretar la concesión de dichos puertos, única manera realista de lograr la cuantiosa inversión que se requería para mejorar su infraestructura y operación. Como era de esperar, las concesiones portuarias han contribuido a la modernización, eficiencia y competitividad de esos puertos, al permitir la inversión privada en infraestructura y servicios, así como la adopción de prácticas empresariales innovadoras, redundando en una mejora en la calidad de los servicios portuarios y una mayor integración con las cadenas logísticas globales. Sin embargo, ello no ha sido suficiente y todavía queda trabajo por hacer.
En el caso de Moín, si bien la situación ha mejorado significativamente y se tuvieron importantes actualizaciones para potenciar su papel como centro de transbordo después de la expansión del Canal de Panamá, lo cierto es que los problemas de seguridad y de control de tráfico de drogas que hemos presenciado en meses recientes son injustificables. Más allá del ridículo atraso en la instalación de los escáneres y la ineptitud gubernamental para encontrarle una respuesta efectiva apegada al ordenamiento jurídico, la implementación de tecnologías de supervisión y alerta, la contratación de personal de seguridad confiable, y la aplicación de protocolos de protección y prevención es fundamental para mejorar la seguridad de cualquier puerto y no hay razón para que allí se carezca de ello.
Los problemas que enfrenta el puerto de Caldera son mucho más graves: falta de infraestructura acorde con las necesidades actuales, burocracia que ha provocado pérdidas significativas a importadores, tiempos de espera prolongados que generan costos logísticos adicionales para exportadores e importadores, y un colapso que ha llevado a una congestión que afecta la productividad, la competitividad y los costos del comercio exterior por el Pacífico y particularmente con China. El concesionario del puerto ha hecho las advertencias del caso desde el 2018 y ha clamado por una sustancial inversión para mejorar la situación, pero ha sido imposible que el gobierno —los gobiernos— dé una respuesta adecuada a la forma en que se atendería esta indispensable modernización en otras latitudes.
Sabemos que estas son tareas en las que hay que trabajar permanentemente y que el régimen de concesiones adoptado ha satisfecho, aunque parcialmente, muchas de las necesidades que el país tiene en ambos puertos, pero ese trabajo es insuficiente y el gobierno sigue teniendo una responsabilidad insoslayable en la planificación estratégica y la toma de decisiones oportunas. Esta es una deuda pendiente con el sector exportador del país, cuyo aporte a la estabilidad económica y al bienestar de miles de costarricenses nadie cuestiona.
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