Nos negamos a ver la noche cuando ya ha oscurecido.
Covid 19.
Pero… ¿cómo no aprovechar la semana y echarse un fiestón? Hace pocos días las fotos de la ruta a los paraísos del Pacífico mostraron que muchos no seguían el consejo de evitar aglomeraciones, recluirse y guardar distancia física. También se vieron largas colas frente a los bares. Un fin de semana cualquiera.
Durante esas mismas fechas algunos periódicos alemanes publicaron escenas de Düsseldorf donde se observa a mucha gente en el malecón junto al Rin, a pesar de la alarma del gobierno federal. Igual se han mencionado descuidos de personas en Milán, núcleo duro de infección. Estos son ejemplos sobre cómo se vuelven las espaldas a la orden de emergencia cuyo fin es bajar la curva de transmisión viral.
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Pregunta: ¿por qué lo hacen?, ¿por qué lo hacemos? Los fiesteros conocen los riesgos —quién lo duda—, a cualquiera lo alcanza la peste: es preciso mantener distancia física para no enfermarse, evitar el sufrimiento, no contaminar a otros y —también muy importante— evitarles a los médicos decidir quién morirá para que otros sobrevivan, pues no hay camas suficientes en el caso de sobrepasarse cierto número de enfermos que atender en los hospitales. Todo esto lo sabemos, lo saben quienes se aglomeran, y aún así rompen las prescripciones de salud (las cuales, por incumplimiento de los interesados, en algunos países se han convertido en órdenes casi militares que rozan los derechos constitucionales).
¿Por qué? ¿Será magia, la magia del a mí no me pasa?, ¿o es simple indiferencia, descuido, desparpajo (conforme al modismo costarricense porta a mí)? ¿Lo hago porque me da la gana y quiero divertirme?
¿Habrá otra razón?
Por de pronto, se puede suponer que la actitud mostrada por estas personas y su conducta correspondiente tienen algún origen. Desde luego, no juegan de rebeldes o héroes espontáneos, ya que el heroísmo nace de la solidaridad. En realidad se trata de lo contrario y podría pensarse que triunfa la inclinación ‘egoísta’ del sujeto moral. La clave está en los móviles por los cuales tomo decisiones.
Desde un punto de vista utilitario cada cual busca el propio bien, este parecería ser el móvil de su comportamiento. Pero aquí no sucede así. En los casos mencionados arriba se rompen jerarquías, es decir, elijo el bien menor (el bar, la playa) a expensas del bien mayor (evitar la peste). Esta es una forma muy extraña de relacionarnos con nosotros mismos, incongruente, y trastorna valores del bien y del mal con respecto incluso a lo que me conviene.
¿Cómo podremos entender este desplante de la conducta tan frecuente, tan cotidiano, tan curiosamente subentendido y puesto en cuestión rara vez? En realidad nos sucede a todos; o bien, en algún momento, todos actuamos siguiendo el mismo patrón de esos sujetos que ahora consideramos irresponsables por irse al bar a disputarse una silla.
Curioso, ¿no?
Ningunear el mal
Propongo esta hipótesis para enmarcar una discusión posible sobre las motivaciones de elegir algo inaceptable y contrario a la sensatez: desdeñar un peligro es el recurso más fácil, más espontáneo y siempre a mano, para hacer tolerable ese peligro. Dicho con un verbo coloquial: nos divertimos para ningunear el mal.
Los niños pequeños actúan de forma parecida: cierran los ojos (o se acomodan bajo una manta) porque así, literalmente, hacen desaparecer el foco perturbador. Recuerdo que Nietzsche, haciendo glosas sobre la tragedia griega, decía que la belleza de la obra de arte es un velo destinado a cubrir el horror. La tragedia es la revelación del espanto… filtrado.
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Mi propuesta, lo sé muy bien, está lejos de ser una explicación psiquiátrica o psicológica, cuya tarea corresponde a los especialistas; sin embargo, esta vía de explicación sí puede servir para decirnos algo sobre el comportamiento simbólico y, más aún, sobre nuestro modo de actuar moral ante ciertos hechos cuando se trata se quiere dar cuentas de nosotros mismos, como si nos mirásemos en el espejo.
Mucho lector recordará ciertas canciones horrendas, a pesar de su melodía o ritmo, que a mi modo de ver pueden explicarse por el mismo mecanismo consistente en desviar la mirada hacia otro lado con el propósito de economizarse lo feo de la realidad: «Qué pasa en el Congo, que llega cualquiera y te hacen mondongo»; o aquella otra: «Somos los tuberculosos los que más nos divertimos […] y venimos a escupir». También el lector sabrá de oídas o habrá escuchado corridos narco y canciones de realismo obsceno recientes. Todas esta canciones juegan musicalmente con lo abyecto, lo sexual crudo, la repugnancia o la violencia.
Gracias a la música, a la diversión o lo carnavalesco, nos negamos a ver algo porque verlo nos intranquiliza, nos evidencia en nuestra fragilidad. Nos agarramos de cualquier cosa para enmascarar las amenazas.
Tal como el niño logra despachar el mundo hostil cerrando los ojos, ahuyentamos el miedo buscando el placer. Muchas obras de arte dan cuenta de este ‘mecanismo’ o artificio de autoengaño: también los chistes, las ‘pompas’ fúnebres e incluso el maquillar los cadáveres. Un ejemplo paradigmático es la novela el Decamerón: ciertos jóvenes, para no ‘ver’ la peste, se retiran a una villa a contarse historias pícaras. El no asumir, el decirme: esto no es conmigo (los demás no me importan), es una fuga, una forma de conjurar el mal, un paraíso para que el mal no me devore.
A fin de cuentas siempre encontraré pretextos para esconder los motivos egoístas que me hacen abandonarme en el placer inmediato, en el a mí qué, en la trivialización de los motivos, y me las arreglo así para endilgar mis decisiones a circunstancias ajenas a mí que no puedo controlar. Por eso llenamos los bares y la calles, nos aglutinamos a la masa humana, mientras se cierne una sombra sobre nuestras cabezas.
Covid 19.
Nos negamos a ver la noche cuando ya ha oscurecido.