La pandemia de COVID-19 no es un hecho que pase y ya, adiós. Todo lo contrario. No pasa por completo. Tenemos que acostumbrarnos a ello. Peor si no lo hacemos.
Se ha comparado esta situación excepcional con una guerra; incluso el vocabulario apunta en esa dirección: combatir la pandemia, ganar la guerra contra el virus, armarse contra el COVID-19. La comparación es cierta y falsa. No es guerra, ni siquiera la peste es peor, ya que en la historia de la humanidad no hay experiencia límite más destructora que la guerra, donde los hombres se matan unos a otros sin saber por qué.
En este campo de batalla (para seguir con la metáfora) que no es campo de batalla, no hay disparos recíprocos; es decir, no se enfrentan dos bandos que a la vez se atraigan y se rechacen y cuya voluntad sea suprimirse mutuamente. La analogía es válida en otro sentido: el virus es un enemigo ‘dispuesto’ a destruirnos a todos, incluso a quienes ni siquiera somos aliados en nada, y hay que responderle. En la guerra tienen un fin exclusivo el esfuerzo industrial, los cambios organizativos de la sociedad, la dinámica del poder político, la utilización de los recursos, etcétera. Así el esfuerzo bélico, que mueve estos recursos a su favor, se dirige a la defensa y al triunfo. La lucha contra la peste muestra algo parecido, pero no igual.
Las autoridades sanitarias toman medidas sociales y técnico-sanitarias, pero siguen funcionando otros organismos de la sociedad por su cuenta, no se vive para un solo fin, y también sucede algo muy curioso. Me refiero a esto: muchos habrán observado un letargo, una espera que oscila entre el tedio y el miedo provocados por la cuarentena en las casas, la actividades se estancan, en primer lugar la vida económica. Como se reducen la actividad industrial y los transportes, la naturaleza, por su parte, conoce un respiro. El juego político y la confrontación de intereses siguen vivos , tal vez más activos, tan agitados como si se hiciera la guerra a un enemigo. Algunos aprovechan las circunstancias casi de laboratorio social para ganar terreno. No me canso de repetirlo: la guerra destruye a la naturaleza; con el coronavirus, la naturaleza descansa. En la pandemia observamos otros oponentes, más fuerzas en movimiento, además del virus. Esta confrontación se expresa de manera fundamental en quién pagará los daños y en qué daños sufrirán los derechos humanos.
Los cambios
Por estas razones la respuesta al virus da lugar a múltiples interpretaciones. La razón parece evidente: estamos inmersos en una realidad con muchas caras. El monstruo tiene muchas cabezas. La respuesta al virus ha cambiado las formas de la vida cotidiana, las relaciones, las actitudes, las expectativas. El estado de cosas refuerza intereses, consolida poderes, altera el juego de decisiones importantes, por ejemplo reformas legales, y abre la vista a posibles cambios en las reglas de convivencia.
Dos factores son clave; el primero: ¿quién va a pagar los costos? Esto da lugar a la urgencia de tomar decisiones, a la legitimación o deslegitimación del poder político frente a las fuerzas contradictorias que están en juego.
El segundo factor clave se refiere a las limitaciones que sufren los derechos y garantías ciudadanas: ¿las medidas de seguridad impuestas seguirán pesando en la vida posterior a la pandemia? No puedo responder lo primero, pues el resultado dependerá de la dinámica social. Cada país es diferente, como siempre. En todo caso, muchos actores de lo político no creerán justo que el pago recaiga sobre un sector de la población y libere a otros.
Las restricciones a los derechos (incluso a los derechos humanos) estarán en la mira durante los próximos años. Ya se ha visto la tendencia mostrada por algunos países, más que todo orientales, donde predominan viejas tradiciones autoritarias: el estado tiende a consolidar más poder frente a los derechos individuales que tanto se valoran en Occidente. Las transformaciones del internet y el manejo de enormes cantidades de datos, así como la circulación de estos datos, han hecho posible lo que antes solo se pensaba en sociedades distópicas: observación total del ciudadano. Para controlar la pandemia y acumular información sobre el movimiento del virus, estos recursos son útiles, pero fuera de ahí violan el derecho a la intimidad. ¿Seguirá esta situación panóptica después de la pandemia, como ocurre en China desde antes? Esta preocupación no puede tomarse a la ligera; tampoco las decisiones económicas que lo son también políticas.