Tras dos años de conflicto y diatribas comerciales entre Estados Unidos y China, el 15 de enero se llegó un acuerdo que da lugar a una tregua cuyos efectos están todavía por verse.
En esencia, el arreglo está basado en un concepto de comercio administrado de conformidad con el cual, en lugar de reducir las barreras para brindar certidumbre y facilitar el comercio entre empresas de manera sostenida, lo que hace es que China se comprometa a comprar determinado monto de productos o servicios estadounidenses.
De hecho, el pacto ni siquiera hace mención al tema arancelario y aborda solo muy tímidamente la reducción de los aranceles que recíprocamente se han impuesto las partes durante los últimos años.
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El impacto económico de un acuerdo de este tipo dependerá en mucho de la forma en que posteriormente llegue a ser implementado. En efecto, si el gobierno chino decide llevar adelante estos compromisos reduciendo los aranceles a la importación de esos productos para permitir mayor comercio proveniente de EE.UU., pero también de otros países, entonces los beneficios serían más tangibles.
Sin embargo, si para adquirir los productos estadounidenses China deja de adquirir bienes de otros países esto generaría una desviación del comercio, afectando a esos terceros países y violentando las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Esto es particularmente riesgoso para terceros países que son competidores importantes de EE. UU. en el mercado de China, por ejemplo, para los productos de soya de Brasil o Argentina o para los productores europeos de maquinaria industrial, vehículos, productos farmacéuticos, aeronaves o dispositivos médicos.
De esta manera, como la Unión Europea es el principal suplidor de manufacturas al mercado chino, sus productos enfrentan el riesgo de ser desplazados por productos americanos no porque estos sean más competitivos, sino porque China estará obligada a comprarlos. Esta vía de implementación es, lamentablemente, la más probable, toda vez que las metas a que China se obliga han sido calificadas por los expertos como muy poco realista.
¿Y los temas críticos?
Por otro lado, aunque se espera que el acuerdo conlleve una tregua en la guerra comercial entre EE. UU. y China y evite, por lo menos por un tiempo, una escalada del conflicto, lo cierto es que aquél elimina sólo parcialmente algunos de los problemas subrayados en el marco de estas confrontaciones, sin que se atiendan temas tan críticos como el de los subsidios o el comercio de las empresas estatales, al tiempo de que carece de un mecanismo objetivo e independiente de solución de controversias, recurriendo más bien a la posibilidad de sanciones unilaterales.
En consecuencia, es poco factible que este acuerdo llegue a contribuir de manera sostenida a reducir la incertidumbre y a mejorar el clima para la inversión.
Además, si bien el gobierno de EE. UU. ha concluido acuerdos con México y Canadá (en el contexto de la renegociación del Nafta), Japón (el “Mini-Acuerdo”) y este con China (la “Primera Fase”), es de esperar, sin embargo, que sus baterías se dirijan ahora contra la Unión Europea, tal y como lo ha anunciado ya el propio presidente Trump.
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Más allá de los puntos de divergencia en una serie de temas concretos con la Unión Europea (impuesto sobre empresas digitales, Boeing-Airbus, etc.), hay que considerar que, así como hasta ahora el gobierno de Estados Unidos ha buscado disminuir el déficit comercial con sus socios a través del comercio administrado, es probable que este sea también un objetivo central al enfrentar a la Unión Europea.
Finalmente, el acuerdo entre ambas naciones erosiona a la OMC, en particular porque la obligación de comprar productos a un determinado país en detrimento de otros es contraria a la regla de no discriminación, que es la piedra angular que sustenta la organización.
Así, el acuerdo es un paso más que transforma, para mal, el sistema de comercio, al dejar de lado un sistema basado en la fuerza de las reglas a uno basado en la ley del más fuerte, convirtiéndose éste en la antítesis de muchos los principios que conforman y dan sentido el sistema multilateral de comercio.
Nada de esto puede ser motivo de tranquilidad para un país como Costa Rica, altamente dependiente del comercio internacional y de un sistema multilateral sólido que nivele la cancha entre partes tan disímiles en tamaño y poderío económico.