Primero el agua, ahora la luz: ¿esto es Costa Rica?
Editorial | “Lo que ocurre con el agua y la luz, a diferentes ritmos y responsabilidades, ocurre también con la educación y la seguridad. No nos acostumbremos a los racionamientos. No nos habituemos al deterioro”.
Costa Rica atraviesa una mala hora en la distribución de dos servicios esenciales que hasta hace poco despertaban orgullo nacional en las comparaciones regionales. Lo del agua no es nuevo. En los últimos años en El Financiero no solo hemos cubierto los recurrentes cortes del líquido, sino también la pérdida de su calidad en comunidades rurales y urbanas. Lo que sí es nuevo es que las deficiencias en este recurso —con fuerte responsabilidad de Acueductos y Alcantarillados (AyA)— converjan con la deficiencia del fluido eléctrico. Por primera vez en 17 años, el país regresa a los apagones nacionales programados a partir del lunes 13 de mayo. Aquí, a la vez, hay fuerte responsabilidad del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE).
En entrevistas recientes que publicamos con jerarcas de las dos instituciones —el 20 de abril con Juan Manuel Quesada, presidente de AyA; y el 9 de mayo con Roberto Quirós, gerente de Electricidad del ICE— aflora un común denominador: sus dedos acusatorios señalan a jefaturas y decisiones pasadas. Algunos argumentos se sostienen, pero llevamos ya dos años de la administración de Rodrigo Chaves —arquitecto del quitaipón en puestos clave— y la gravedad de estas cuestiones será parte de su herencia política, sea como sea que terminen.
La sequía y el desabasto de agua y electricidad han destapado una insuficiencia mayúscula en la planificación de las entidades rectoras. Durante décadas fuimos un país modélico en Latinoamérica por la capacidad de brindar agua las 24 horas y suministro eléctrico ininterrumpido. Nos jactamos por lustros de que más del 98% de nuestra matriz energética proviniera de fuentes renovables —lo que supone, de hecho, un logro— pero no erigimos un sistema de prevención ágil en caso de sequías crónicas y escasez regional —lo que supone, de hecho, una negligencia—.
La sequía cíclica, agudizada por el fenómeno de El Niño, ha reducido drásticamente los caudales de las represas hidroeléctricas. En paralelo, la suspensión y postergación de nuevos proyectos de generación con fuentes alternativas nos ha hecho vulnerables ante la variabilidad climática. Dependemos en demasía de una sola fuente y las proyecciones de demanda han demostrado una y otra vez su inexactitud. La renuencia a abrazar reformas y diversificación energética condenan ahora al país a padecer apagones y racionamientos. No hay excusas válidas. Hemos tenido recursos económicos, cuadros técnicos formados y señales de alerta con suficiente antelación.
Mientras tanto, comunidades enteras padecen la interrupción del servicio de acueductos. Ciudades y pueblos sufren los estragos de una crisis hídrica incubada, también, por mala planificación. Por si la escasez fuera poco, en meses recientes se ha hallado contaminación fecal, agroquímica y de hidrocarburos (xileno) en el líquido supuestamente potable dentro y fuera de la GAM. Las denuncias por contaminación de fuentes de antaño no fueron atendidas con diligencia. Tampoco aquí se han concretado proyectos e inversiones para ampliar y renovar la infraestructura distributiva.
La ciudadanía está indignada y con razón. Los cortes intermitentes de electricidad y agua no son meros inconvenientes. Impactan la productividad nacional, el rendimiento escolar, la operación de hospitales o clínicas, y amenazan con acentuar malestares económicos. En la postpandemia, no es secreto para nadie, hay más trabajadores laborando desde sus casas que nunca. Las empresas del régimen de zonas francas lo saben y han alertado sobre ello al ICE ante los cortes de hasta tres horas que ensombrecerán al país entero a partir del lunes.
Lo peor de todo es que no hay atajos ni recetas mágicas. En ambos casos los remedios de fondo tomarán tiempo. Recuperar los calendarios perdidos no se hace de un mes a otro. La reconstitución de nuestra capacidad de brindar agua y electricidad a todas las comunidades, empresas y hogares en formato 24/7 será un desafío formidable. El AyA y el ICE lo saben. El gobierno también.
Nunca es momento para llorar sobre lo derramado, pero el país debe exigir que se actúe rápido no solo para sanar la herida sino para no repetirla. No nos acostumbremos a los racionamientos; no los normalicemos. No nos habituemos a que las grandes victorias costarricenses aplaudidas en el mundo entero decaigan, se arruinen, mientras los responsables del presente se contentan con señalar a los del pasado.
Lo que ocurre con el agua y la luz, a diferentes ritmos y responsabilidades, ocurre también con la educación y la seguridad. Que sea ese el mensaje, pues: no nos acostumbremos al deterioro.
Quizás es tiempo de recordar este adagio: “La creación es el trabajo de una vida. La destrucción es el trabajo de una tarde”.
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